BAJO EL EMPARRADO

BAJO EL EMPARRADO

María Ortiz

23/12/2025

Dos chicas hablaban bajo el emparrado. Una era la invitada de la otra. Las dos apoyadas en la mesa, inclinados sus cuerpos y girado el rostro hacia la otra, bajo los racimos aún verdes y pequeños. Después del desenfreno de los exámenes finales ansiaban el silencio. Elia y Eva descansaban, habían apartado un rato el viejo y anticuado juego de mesa que rescató Silvia de algún cajón para que se entretuvieran. Elia levantaba la cabeza y respiraba profundamente: disfrutaba de la brisa, de la tranquilidad, del anochecer. Se rio. No quiero repetirme, pero ¡qué bien se está aquí! Y tú que no querías venir, le recriminó Eva en tono cariñoso. Habían situado la mesa de plástico sobre el enlosado detrás de la casa de planta baja que estaba rodeada de un jardín descuidado y asilvestrado. Bomer, el perro viejo, cansado, cerca de las dos chicas, cerraba los ojos, la cabeza entre las patas. Abrió los ojos de manera perezosa cuando Silvia salió por la puerta de la cocina: Despejad, la mesa. Traía platos, cubiertos, servilletas de papel. Elia hizo el amago de levantarse para ayudar: No, no te levantes, yo me encargo de todo. Entró de nuevo en la casa. Elia miró a Eva y esta negó con la cabeza. Deja, si no estuvieras tú, mi madre estaría dándome órdenes, detrás de mí, para que pusiera la mesa o la ayudara en la cocina o fregara los platos. Gracias a ti, puedo descansar. Además, por ti, se ha arremangado y ha preparado canelones, no es algo que suela hacer, no le dedica tiempo a la cocina, pero cuando lo hace, le sale todo riquísimo. Volvió Silvia con la fuente de canelones. Hizo varios viajes para llevar lo necesario a la mesa. Las jóvenes seguían sentadas y charlando animadamente. A Elia se le iba la vista hacia el crepúsculo, hacia el horizonte, los colores rojizos y anaranjados, cálidos, de un atardecer de principios de julio. La brisa aliviaba el calor del día sofocante. Eva miraba a Elia. Cuando por fin se sentó Silvia y sirvió en los platos canelones y ensalada, las jóvenes alabaron la comida. Elia iba a pasar el fin de semana en la casa de la urbanización de Eva y Silvia. La urbanización estaba a una media hora de la ciudad, a media hora del asfalto, los altos edificios y el calor nocturno agobiante. Un calor reconcentrado y denso que pringaba como el aceite. Allí el efecto beneficioso de la brisa del mar, sin obstáculos, penetraba en tierra. Las alumbraba la luz débil de una bombilla, con una pantalla de tela, teñida de un color dorado. Suficiente para hablar y reír y contar anécdotas. Comían helado, mientras Silvia fregaba los platos. ¿Sabes?, buscando el destornillador en el cajón donde me has dicho que buscara, había un montón de tarjetas y revolviendo he visto una que me ha sorprendido mucho que estuviera ahí. Elia metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón corto. Puso una tarjeta oscura con letras claras encima de la mesa. ¿Qué es?, preguntó Eva. Una tarjeta de mi padre, pero de hace mil años, cuando trabajaba como comercial de una empresa de máquinas de vending. En esa época viajaba mucho e incluso pasaba noches fuera de casa. Yo era chica y vivíamos apretados en la casa de mi tía. Teníamos poco dinero y, además, mi padre siempre estaba fuera de casa. Un buen día decidió dejar el trabajo de comercial y abrió la pastelería y todo empezó a irnos bien. Se convirtió en una pastelería de renombre, con muchos clientes y ha sobrevivido a las crisis. No sé qué puede hacer la tarjeta en el cajón de tu madre. ¿Ha tenido ella algo que ver con máquinas de vending? Que yo sepa no, siempre ha trabajado en correos. A ese cajón van a parar todas las tarjetas que le dan. A saber desde cuando está ahí, y por qué la tiene. Ahora le preguntamos. Pero Silvia después de fregar los platos salió y se acostó a leer en una tumbona en el porche de la entrada; quería dejar a las chicas su espacio, no imponer su presencia. Elia le pidió a Silvia que le preguntara, si conocía a su padre. Fueron las dos juntas, atravesaron la casa hasta dar con la madre de Eva. Las dos se acercaron a la tumbona. Eva se sentó junto a su madre y Elia se quedó de pie al lado. Mamá, Elia ha encontrado esto en el cajón del taquillón de la entrada. ¿Qué es?, preguntó Silvia, aunque llevaba las gafas puestas, y Eva le colocó la tarjeta encima del libro. Una tarjeta de su padre, cuando era comercial, eso quiere decir que lo conoces. Silvia la cogió y la examinó con calma, por delante y por detrás, como si el texto escrito fuera una novela. La expresión seria y concentrada, pues no recuerdo, no sé, dijo al fin, no sé para qué cogí esta tarjeta o dónde la conseguí o quién me la dio. Puede que la dejara ahí tu padre. Tampoco él tiene nada que ver con máquinas de tabaco, mamá… Pues es un misterio.

Las dos jóvenes regresaron debajo del emparrado a continuar jugando y a charlar. A estar juntas. La tarjeta olvidada en el cajón. Y el encuentro perdido entre los recuerdos regresaba ahora a Silvia. Cuando se sentía envejecida, no deseada, no deseable, la piel y lo demás menos firme, caído. ¡Qué curioso, después de tanto tiempo!, y ella es hija de ese hombre, el hombre del hotel. Subieron las escaleras juntos después de mirarse en el restaurante; cada uno ocupaba una mesa distinta, dos desconocidos que se veían por vez primera, alejados por la procedencia, la ocupación, las circunstancias, los intereses… Él se quedó en el primer piso frente a una puerta del pasillo cercana al rellano de las escaleras. Ella iba detrás. Lo vio acercarse a la puerta, cavilar y alejarse. Subió detrás de él. Ella le seguía despacio. Cuando llegó al pasillo del segundo piso, él estaba allí, esperándola, corpulento, con unos kilos de sobra, con una barriga tan prominente como la suya. Ella metió la llave en la cerradura. La mantuvo unos instantes dentro, no le gustaba especialmente. Ella estaba de seis meses, con su barriga picuda, su marido hacia semanas que no la tocaba, gorda, hinchada, de mal humor, giró la llave, no cerró cuando entró. No sabía nada de él. Lo único que quedó de aquella noche, divertida y gamberra, fue la tarjeta. No hubo run run en su cabeza, ni remordimientos. Solo el reconocimiento paulatino y progresivo de que las cosas no marchaban bien en su matrimonio, de que algo debía cambiar, veinte meses después, se separaba de su marido. No le contó su aventura. El amor se había acabado; no tenía sentido seguir juntos solo por la niña, ninguno se lo merecía.

Elia rompió el silencio después de algunas jugadas. Voy a llamar a mi padre. Una ocurrencia inesperada. Como si la idea hubiera cruzado su mente como un relámpago. Hola, papá… Sí, estoy bien. Nos lo estamos pasando muy bien. Oye, papá, ¿sabes? Una tarjeta tuya, no sabemos cómo, llegó aquí, me refiero a que pueda que conozcas a los padres de Eva, tienen una tarjeta tuya… No han trabajado nunca en hostelería. Silvia, su madre, trabaja en correos y su padre… Elia miraba a Eva que le iba apuntando algunas respuestas sobre los datos de sus padres, cuando dudaba o vacilaba. Cambió la voz, y más bajo, se dirigió a Eva: Que repartía muchas tarjetas en esa época, que no recuerda a todo el mundo. Bueno papá, en tono normal y más alto, que pases buena noche.

Marcos, cuando colgó, no podía creer en esa casualidad. Su mujer estaba a su lado, en el sofá, curiosa, preguntaba por qué llamaba la niña y si quería hablar con ella. Marcos le dijo que se había encontrado una tarjeta de su época de comercial y que había preguntado si conocía a los padres de Eva. Los padres de las dos amigas no se conocían todavía. Sus hijas eran amigas desde hacía unos meses, iban a clases distintas, se habían visto y tardaron en acercarse una a la otra, aunque ya se habían fijado la una en la otra. Elia ya estaba de fin de semana en casa de Eva, bueno, era una urbanización al lado de la playa y escapaba del calor de la ciudad. No conocían a todos los padres de todos los amigos de su hija. Su mujer no le dio más importancia. Silvia. La bombilla en su cabeza se encendió. Disimuló frente a su mujer. Fingió que seguía viendo la película. Esa aventura estuvo a punto de costarle su matrimonio. Esa mujer. Esa atracción, ese impulso. No supo que le empujó detrás de ella, embarazadísima, como estaba, después los remordimientos que le llevaron a sincerarse con su esposa. Eso ya estaba superado. El matrimonio salió más fuerte de aquel bache, él asumió el error. Su mujer generosa, buena, no le hizo reproches. Mejor no removerlo. Siempre recordaría aquella noche con agradecimiento, no solo por el sexo y las risas, la excitación y la aventura insólitas en su vida aburrida, también porque le cambió la vida, le trajo suerte o le dio confianza que esa mujer, Silvia, le aceptara y le tratara como si fuera un hombre atractivo o interesante. Dejó el trabajo como comercial que le obligaba a viajar por el interior de la provincia, abrió una pastelería junto a un amigo y tuvieron éxito. La mejor decisión de su vida. Mejor no remover las cosas con su mujer. Eva, esa amiga de su hija, desaparecería. Silvia solo era un recuerdo bonito. Cuando pasara el verano y la niña fuera a la Universidad, se alejaría de esa Eva. No había de qué preocuparse. Esperaba que Silvia no recordara nada, de dónde sacó la tarjeta, que mintiera, que dijera que no sabía nada. En ese sentido podría estar tranquilo: ella también engañó a su marido y no le convenía decírselo a su hija.

Elia y Eva se miraban bajo el emparrado. Oyeron a Silvia entrar en la cocina, y luego en su dormitorio, se preparaba para acostarse. Bomer se recogió dentro de la casa. Se cogieron de la mano y se acercaron más. Eva besó en los labios a Elia. Siguieron besándose lentamente y con un sentimiento hondo de gozo por la cercanía y por haber aceptado lo que sentían las dos. ¡Qué pena que no podamos dormir juntas! Deberíamos decírselo a nuestros padres, dijo Eva. Ya lo sé. Tengo miedo de que no lo entiendan. Bueno, entender que me gustan las mujeres, mi madre, sí, mi padre, no, aunque a mi madre no le gustan las sorpresas, y esta sorpresa sería muy grande, sonrió Eva. Mis padres son bastantes conservadores, no lo van a aceptar fácilmente, dijo Elia. Pues tendrán que hacerlo porque vamos a estar juntas para siempre.

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