EL REINO DEL ETERNO VIENTO

EL REINO DEL ETERNO VIENTO

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16/12/2025

El futuro había convertido la Tierra en un tablero de hierro y fuego. Las poderosas sociedades tecnocráticas disputaban los últimos recursos, y los cielos se llenaban de naves acorazadas que perseguían la supremacía. Entre ellas volaba Karel Vossun, mercenario errante, con más cicatrices que recuerdos felices. Su avión, una reliquia remendada, atravesaba el Océano de Tormentas, donde ciclones perpetuos devoraban todo lo que se atrevía a cruzar. Karel buscaba trabajo y fortuna, pero lo que halló fue un accidente disfrazado de destino. Una ráfaga lo arrastró hacia el corazón del huracán. Pensó que sería su fin, hasta que el mar de nubes se abrió y reveló algo imposible: torres oscuras y cristales suspendidos en corrientes ascendentes, ciudades flotando como espejismos tallados en el aire. Había llegado a “Aerandir”. Los guerreros del viento lo encontraron inconsciente en las ruinas de su nave. Vestían armaduras ligeras con alas mecánicas plegadas a sus espalda. Lo llevaron ante la Reina Nyara, protectora del reino y descendiente de una estirpe que había jurado mantener a Aerandir oculta.

Nyara era una mujer imponente. Su traje ceremonial, tejido de metales vivos y plumas cristalinas, la hacía parecer parte del cielo. Observó a Karel con frialdad.
—“Has atravesado la muralla que nos protege del mundo. Eso no sucede por casualidad”.

El piloto perdido, aún aturdido, respondió con la insolencia de un hombre acostumbrado a sobrevivir en tierras hostiles:
—“Si el mundo supiera lo que esconden aquí, penetrarian las barreras naturales en cuestión de semanas”.

El Consejo de Aerandir exigió su ejecución inmediata. Para ellos, un forastero era un riesgo intolerable. Pero Nyara vio algo distinto: un puente con el exterior, alguien que podía advertirles de lo que ocurría más allá de las tormentas. Karel habló de Lord Meridius, magnate tecnocrático que devoraba naciones con sus corporaciones. Meridius había detectado anomalías en los cielos y estaba convencido de que allí había una nueva fuente de energía. El nombre del mineral resonó entre los ancianos de Aerandir: “Aederium”. No era solo un recurso, sino el alma del reino. Con este mineral alimentaban sus ciudades flotantes, sus aeronaves cristalinas, y también la fuerza espiritual de sus guerreros. Entregarlo al mundo exterior era invitar a la guerra.

El Consejo insistió en mantener el aislamiento. Pero Nyara sabía que el secreto había sido roto por los azares del destino. Si Meridius llegaba, no lo haría con diplomacia, sino con fuego.

Karel y Nyara comenzaron una alianza incómoda. Él representaba la crudeza de un mundo devorado por la codicia; ella, el orgullo de una nación intacta.

—“¿Por qué ocultarse?” —preguntó en un momento, Karel, mientras observaban a los jóvenes guerreros practicar el “aliento del viento”, una disciplina que combinaba artes marciales y dominio de corrientes aéreas.
—“Porque el mundo exterior destruye lo que toca” —replicó Nyara—. “Hemos visto sus guerras, sus ruinas. Aerandir es el último refugio”.

Kael no lo puso discución, pero en sus ojos brillaba la certeza de que, tarde o temprano, el refugio se convertiría en infierno. No tardaron en llegar las primeras señales. Sobre el horizonte de nubes, titanes de acero emergieron: dirigibles acorazados, armados con cañones sónicos capaces de desgarrar el aire. La flota de Meridius avanzaba como un enjambre oscuro hacia Aerandir.

En la gran plaza del viento, el Consejo se dividió. Algunos proponían negociar: entregar una parte del Aederium
a cambio de sobrevivir. Nyara se alzó contra ellos.
—“El viento no negocia su libertad. Si cedemos hoy, vendran por más y para mañana no quedará nada”.

La Reina convocó a los guerreros y desplegó sus alas mecánicas. Su voz resonó como un trueno:
—“Ahora, El Reino del Eterno Viento no se ocultará más”.

Y así, la guerra aérea comenzó sobre un mar de nubes iluminadas por relámpagos. Los dirigibles de Meridius rugieron con motores de plasma, lanzando ondas sónicas que desgarraban el aire. Desde Aerandir surgieron aeronaves movidas por corrientes ascendentes y velas de energía azul. Los guerreros, con alas desplegadas, descendían como cometas vivos, luchando cuerpo a cuerpo sobre los cascos enemigos. Karel pilotaba un planeador forjado con Aederium, mientras Nyara lideraba el combate entre las ráfagas de viento. El cielo se había tornado en un coro de explosiones y gritos. Las nubes ardían en tonos naranjas y azules, iluminadas por el choque de tecnologías y la ciencia ancestral de Aerandir.

Meridius apareció en su nave insignia, un coloso metálico que escupía tormentas sónicas capaces de hacer temblar las propias ciudades flotantes. El Consejo temió la derrota. Fue entonces cuando Nyara recurrió a su última esperanza: Aederium, la conciencia colectiva nacida del propio mineral. Desde niña había sentido sus susurros en sueños; ahora, invocó su poder frente a todos. El Aederium de su traje ceremonial brilló como un sol. Nyara sintió su carne fragmentarse, su alma entrelazarse con el viento. El Aederium la recibió como huésped y la transformó en algo más que humana: luz y corriente, mujer y energía. Con un gesto, desató huracanes que partieron la nave de Meridius. Los dirigibles fueron arrancados de los cielos como hojas en un torbellino. Karel, desde su planeador, la miró con asombro. Meridius y su flota fueron aniquilados. Aerandir ya no podía ocultarse. El mundo exterior había visto sus ciudades en los pocos pilotos de Meridus que habían sobrevivido, naufragando en los mares cercanos, islas y atolones.

En la plaza de cristal, Nyara descendió entre ráfagas. Su cuerpo brillaba aún con energía, su rostro humano apenas visible bajo la luz. Habló con voz doble: la suya y la del espíritu del Aederium.

—“Durante siglos nos escondimos, temiendo al mundo. Pero el viento no es patrimonio de nadie. Hoy soplará con nosotros al frente”.

Karel se inclinó ante ella, consciente de que su viaje había cambiado el destino del mundo. Los guerreros levantaron sus lanzas. Aerandir se alzaba ya no como secreto, sino como potencia. El Reino del Eterno Viento dejaba atrás la sombra de las tormentas.

El viento, eterno e indomable, corría ahora libre sobre todos los horizontes.

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