Con el ajetreo de la vida uno se acostumbra a ella; la insulta, es molesta, te amarga el día o simplemente puede lograr que salga algún suspiro de hartazgo con su primera aparición. Anuncia su pronta llegada con unas nubes blancas pero densas, es ahí cuando dice que está por venir pero uno simplemente lo ignora; estamos acostumbrados a ella. Es ahí cuando se suman algunas nubes negras y truenos aislados, está marcando una presencia fuerte y sin chistes de por medio… viene por todo. Caen las primeras gotas y es ahí que marcó la llegada absoluta; no sabemos cuánto tiempo durará pero ya se encuentra entre nosotros.
La lluvia es presencia, en cierto punto nos hace sentir vivos. Nos salpica, nos interpela, nos hace ser presentes en el mundo. Logra sacarnos de eje y maquinar dónde estamos. Siempre obtiene un logro sobre nuestra persona. En la infancia, durante una tormenta, nuestro primer socorro es correr al abrazo protector de nuestra mamá; en la adultez surge la necesidad de sentirse seguro y cómodo en la cama. Las gotas infinitas que caen del cielo nos teletransportan a ese espacio unipersonal de calma, seguridad y confortabilidad. No importa si estamos solos o acompañados; ella está ahí con nosotros, resguardándonos con ruidos, gotas desbordando, truenos en la lejanía, rayos que iluminan nuestro camino en plena oscuridad, infinidad de posibilidades con ella.
Es capaz de regalarnos lo inimaginable. Nos exige soñar. Es bella y noble, me recuerda al amor y a la posibilidad de que brote algo nuevo y desbordado de posibilidades. La lluvia consigo trae agua limpia que barre con todo y abre caminos a lo que no creíamos posible. Abrir el corazón a ella es aceptar que no tenemos control sobre nuestras vidas y simplemente a veces debemos fluir como el agua en un canal desbordado por la tormenta.
Atte.
Facundo Verardo D’Agostino
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