Capítulo I – Ella
Cada tarde, antes de subir, ella estaba allí, la chica guapa con risa de viento. Se sentaba en las escaleras, los pies rozando el borde del escalón, las manos apoyadas sin propósito, y nunca decía nada. Su silencio, sin embargo, ocupaba todo el rellano, como si hubiera llenado cada esquina con algo invisible que olía a tarde y a hojas muertas. A veces tenía la impresión de que no escuchaba nada fuera de sí misma, sino solo los latidos de su propio corazón, esa especie de tambor pequeño que parecía temblar bajo la piel.
Yo llegaba un poco después, con los bolsillos llenos de monedas imaginarias y palabras que no sabía cómo soltar. Ella me veía y sonreía; no era una sonrisa para mí, ni siquiera una invitación, sino un gesto que decía que ya era hora de levantarse, de dejar que el silencio volviera a ocupar su sitio. Nunca le pregunté nada, ni su nombre, ni si aquel rincón tenía algún secreto. Pero a veces, al verla así, sentía que algo, algo diminuto, urgente, inútilmente mío, se me escapaba entre los dedos, como arena fina con la que juegas cuando tomas el sol el la playa.
Y me quedaba con la certeza de que algo pasaba entre nosotros y el tiempo, algo que no era ni conversación ni mirada, sino apenas un leve temblor, una sombra de risa de viento que se iba deshaciendo mientras subíamos cada uno por su lado de la escalera.
Capítulo II – Yo
A veces, yo no entraba. Me quedaba en el portal, unos minutos nada más, mirando cómo ella estaba ahí sentada en la escalera, tan hermosa, tan perfecta. Con esos ojos color otoño, brillantes, a veces tristes. Ojos que miraban hacia adentro. Siempre tan en su mundo que parecía que el tiempo se había olvidado de ella. Nunca supo por qué hacía ese pequeño ritual del rellano. A veces, en un ejercicio de esperanza inútil, quería pensar que me esperaba a mí. No. Solo era una absurda coincidencia que eligiese el momento del día en que yo llegaba.
Y cada día, sin falta, me armaba de valor, respiraba hondo, contaba hasta diez —o hasta cien, nunca sabía bien— y me decía que hoy, sí, hoy le diría lo que sentía. Hoy las palabras al fin saldrían y todas las dudas se tornarían en certezas. Pero apenas abría la puerta, ella me veía, sonreía, y se levantaba. Su sonrisa era leve, pero implacable, como si supiera de antemano que todo lo que había ensayado en mi cabeza se desharía con la misma facilidad con que se deshace un azucarillo en un café demasiado caliente.
Yo me quedaba allí, con la mano vacía, haciendo un leve gesto amistoso que sabía ridículo, insuficiente, y sin embargo inevitable. Miraba cómo subía, cómo desaparecía entre la luz del rellano, y sentía que aquel instante, aquel único instante, era más largo que cualquier conversación que hubiera podido tener. Porque hay personas con las que el tiempo deja de tener sentido. Y yo me quedaba en el portal, mirando, respirando despacio, tratando de retener algo que ya se había ido, aunque no supiera exactamente qué.
Capítulo III – Ella
Yo me sentaba en el rellano mucho antes de que él llegara a vivir allí. Nadie lo sabía, o nadie me prestaba atención, porque era fácil confundirme con una sombra bonita o con un pensamiento que decidió tomar forma humana y descansar un rato en el rellano. A veces bajaba un escalón, otras subía uno, pero siempre volvía al mismo punto, ese donde la luz del portal se convertía en mi único reloj.
No lo hacía para esperar a nadie. O eso creía yo. Decía (a mí misma, a la pared, al silencio) que solo necesitaba un sitio donde escuchar cómo me latía el corazón, porque en mi cuarto se oía demasiado todo: los platos de la vecina, la tele del matrimonio del tercero, los pasos impacientes del hombre del ático. En el rellano, en cambio, mi corazón sonaba limpio.
Pasaban los días y yo seguía ahí, sentada. Los vecinos apenas me miraban, como quien ve un reflejo insistente que no sabe si pertenece a la casa o a un sueño. Yo sonreía con esa risa de viento que nadie sabía interpretar. No hablaba. No necesitaba hacerlo.
Y entonces, un día cualquiera, él apareció. Simplemente apareció, cargando dos cajas y una timidez que parecía exiliarlo de sí mismo. Lo vi pasar por primera vez con la absoluta naturalidad de quien reconoce lo inevitable. Era extraño: no lo conocía, pero tampoco me resultaba nuevo. Como si el edificio lo hubiera estado esperando desde antes de construirse.
A partir de ese día, cuando escuchaba la puerta de entrada abrirse abajo, algo pequeño —un latido, un hilo, un ínfimo temblor— se movía en mí. No era expectativa, ni ilusión, ni siquiera curiosidad. Era más sutil: un leve ajuste del alma, como cuando uno se prepara para escuchar una nota que aún no ha sido tocada.
A veces, cuando él empujaba la puerta del portal, yo ya sabía lo que ocurriría. Él iba a mirarme como si no quisiera mirar, iba a respirar hondo como si en ese aire hubiera una palabra que se le quedaba atrapada. Yo me quedaba quieta, escuchando su pensamiento. No podía oírlo, claro, pero lo intuía:
ese tambaleo de frases que nacen y mueren antes de salir.
Él pensaba cosas. Lo veía en la forma en que apretaba la mano contra el bolsillo, como si allí guardara una especie de talismán o de coraje mal doblado.
A veces imaginaba que su cabeza decía:
“Hoy sí… hoy sí…”
Pero el hoy nunca llegaba. O llegaba y se le escapaba, que es casi lo mismo.
Yo lo veía detenerse un instante, infinitesimal, pero suficiente para adivinarlo:
él estaba decidiendo entre quedarse o avanzar.
Entre hablar o sonreír.
Entre confesar algo o guardar el secreto para siempre.
Yo también tenía mis pensamientos.
Pensaba:
“Vamos, dilo. Estoy aquí.”
Pero no lo decía, porque quizá decirlo era romper la cuerda floja sobre la que caminábamos desde hacía semanas.
Cuando él entraba del todo, cuando la puerta se cerraba con ese golpe que parecía un punto final adelantado, yo entendía su silencio, esa forma suya de querer sin querer demasiado, de tener miedo a que lo que fuera que estaba naciendo se viniera abajo con una sola palabra.
Él me miraba. Yo sonreía.
Y en ese gesto, tan simple, tan microscópico, sentía que él pensaba:
“Si ella supiera…”
Y yo pensaba:
“Si él supiera que sí sé, pero que prefiero esperar.”
Subíamos uno detrás del otro, sin hablar.
Dos silencios que se miraban sin atreverse a tocarse.
Dos historias a punto de empezar y sin embargo demorándose por puro vértigo.
Capítulo IV – Siéntate a mi lado
Él subió la escalera como siempre, con esa especie de vacilación que ya formaba parte del ritual. La puerta del portal se cerró detrás de él con un sonido leve, casi amable, y ella estaba sentada en su escalón de siempre, el segundo, con las manos apoyadas en las rodillas, como quien sostiene el instante para que no se derrumbe.
Él la vio.
Ella lo vio verlo.
Y en ese cruce que duraba menos que un parpadeo, ella sintió algo nuevo: una punzada limpia, luminosa, que decía ya basta. No era impaciencia. Era una especie de vértigo suave, como cuando uno decide saltar no porque lo hayan empujado, sino porque de pronto descubre que el vacío también puede ser un camino.
Ella lo vio y sonrió. Sabía que se detenía siempre en la puerta a mirarla. También sabía que él nunca se atrevería con la primera palabra. Seguramente lo habían rechazado varias veces, y se había encerrado en una timidez sin remedio.
Él abrió la boca, como siempre, para no decir nada.
Se preparó para sonreír, para hacer su leve gesto amistoso, para seguir guardando todas las palabras que se le escapaban entre los dedos.
Pero ella lo interrumpió con una sola sílaba.
—Hola.
Él se detuvo. Algo en su gesto se rompió o se completó; era difícil saberlo. Tenía las manos tensas, como si no supiera qué hacer con ellas ahora que la realidad había dado un paso que no estaba en su libreto.
Ella sintió que el corazón le hacía un movimiento extraño, como si hubiera adelantado un latido para no quedarse atrás.
—Siempre te detienes —dijo ella, con esa voz suya que él había imaginado mil veces sin saberlo—. Antes de subir. Siempre te detienes un segundo.
Él tragó saliva, sorprendido de que alguien hubiera visto ese detalle mínimo en el que él mismo no quería verse.
—No… no quería molestar —dijo por fin, casi un susurro.
Ella sonrió. Una sonrisa pequeña, exacta, que parecía hecha para envolver precisamente ese tipo de torpeza.
—No molestas —respondió—. Me gusta cómo llegas.
Él pestañeó, incrédulo. Como si esa frase fuera demasiado grande para entrar por la puerta del portal.
Ella, entonces, hizo algo aún más inesperado: dio un golpecito leve en el escalón a su lado, invitándolo sin urgencia, sin palabras de más.
—Si quieres… puedes sentarte un momento —dijo, casi como si le estuviera ofreciendo un silencio nuevo, uno compartido.
Él miró el escalón, la luz del rellano, sus propias manos, el temblor que lo había acompañado tantas tardes.
Y por primera vez, en vez de hacer ese gesto amistoso que siempre lo salvaba de hablar, se sentó.
El silencio que quedó entre ellos no era el de antes.
Era otro.
Uno que empezaba a tener forma, dirección, respiración propia.
Un silencio al borde de convertirse en historia.
Capítulo V. Juntos
Así en silencio pasaron unos minutos, quizás horas. No sabría decir. El tiempo parecía eterno… Se había detenido para ellos.
Ese diálogo de miradas decía todo sin palabras. La ternura de una conversación silenciosa.
– Me llamo Amor – dijo ella.
– Amor- repitió él en voz baja mirándola a los ojos.
Una extraña sensación de felicidad les invadía el corazón. Latidos al unísono en ese cruce de miradas donde cada uno se miraba en las pupilas del otro.
El dedo meñique de la mano de ella acarició el dorso de la mano de él de una manera cariñosamente dulce. Le estaba transmitiendo confianza, complicidad, amistad,… todo ello sin apartar la mirada de sus ojos.
– Mi nombre es Miguel. Vivo aquí desde hace poco tiempo.
– Lo sé. He aguardado tu llegada todos los días sentada en la escalera. He estado aquí incluso antes de que vinieras a vivir a este edificio.
En ese momento él sintió que el corazón le iba a estallar. Un hormigueo recorrió todo su cuerpo.
Las pestañas de Amor parecían mariposas aleteando en el abrir y cerrar sus hermosos ojos… mariposas como las que estaba siendo él ahí, en su estómago, bajo sus costillas flotantes.
Amor no dejaba de sonreírle, esperando arrancarle alguna palabra… Si él no sacaba valor para hablar, lo haría ella, con su dulce mirada, con el corazón en la mano…
Capítulo VI – Primeras palabras
Él respiró hondo, como si aquel instante hubiera contenido todos los segundos que había perdido. Quiso hablar, quiso decir algo, cualquier cosa, pero la voz se le quedó en un laberinto de silencios antiguos. Amor lo miraba, tranquila, sin prisa, como si supiera que las palabras llegarían cuando tuvieran que llegar, y no antes.
—Me alegra que estés aquí —dijo por fin Miguel, con un hilo de voz que parecía tambalearse entre los escalones—. De verdad.
Ella sonrió, y en esa sonrisa había un mundo pequeño y seguro, un universo que cabía en el espacio de aquel rellano y en la pausa que compartían. No necesitó decir nada más. Solo se inclinó un poco hacia él, suficiente para que el aire entre ellos se volviera más denso, más tibio.
Miguel sintió que todo su cuerpo estaba atento, como si cada nervio hubiera aprendido a escucharla, a leer el lenguaje secreto de sus manos, de sus pestañas, de la curva sutil de sus labios. No era atracción, no era deseo, no del todo. Era otra cosa: un reconocimiento silencioso, la certeza de que el tiempo se había plegado a su favor, y que por primera vez, podía detenerse sin miedo.
—He esperado mucho —dijo Amor, apenas un susurro, dejando que sus palabras flotaran en el aire entre ellos—. Pero no sabía que… que te sentirías igual.
Miguel asintió, aunque la cabeza le pesaba de emoción, y sus dedos buscaron los de ella, encontrando el calor de su mano con la delicadeza de quien toca un cristal fino. Se hizo un silencio largo, un silencio que ya no era vacío, sino tejido, como un hilo que empieza a unir dos historias.
—No sé cómo decir… nada de esto —murmuró él, y Amor lo miró con paciencia infinita—. Pero creo… creo que quiero que estemos así, aunque sea solo un rato más.
Ella asintió suavemente. Su cercanía era un abrazo que no necesitaba cuerpo, un gesto que sostenía sin tocar, un pacto silencioso que les permitía existir juntos por un momento sin el peso de las palabras.
Y allí, en el rellano iluminado por una luz tibia que parecía venir de algún lugar secreto entre los escalones y la pared, Miguel comprendió que ese pequeño espacio, esa pausa compartida, era la primera línea de un poema que aún no tenía forma, pero que ya latía en ellos.
—Entonces… —dijo Amor, con voz apenas audible—, nos quedamos aquí un poco más.
Miguel sonrió, y se permitió, por fin, no pensar en nada más que en el hilo que acababan de empezar a tejer, invisible, delicado, eterno en su fragilidad.
El mundo, fuera del portal, podía esperar.
Capítulo VII – El hilo rojo
La leyenda del hilo rojo es conocida por todo el mundo. Unmei no akai ito. Así se llama al hilo rojo en japonés. Dicha leyenda proveniente de la mitología china cuenta que un dios o una diosa ató un hilo rojo invisible alrededor del dedo meñique de las personas que están destinadas a cruzarse en sus vidas.
El hilo rojo conecta a aquellos destinados a encontrarse, sin importar el lugar, el tiempo y las circunstancias. Ese hilo se puede enredar, estirar o contraer, pero nunca romper.
– Lo que está destinado para nosotros acaba ocurriendo tarde o temprano. ¿Lo sabías?- le dijo Amor. El destino es que dos almas se encuentren, cuando ni siquiera se estaban buscando.
En ese momento, Amor le tomó la mano a Miguel con una mano y se la llevó al punto exacto donde late el corazón. Al mismo tiempo la mano izquierda de Amor se posó en el pecho de Miguel. El corazón de Miguel estaba desbocado por el nerviosismo, por ese torrente de emociones y sensaciones que fluía en escorrentía. Ambas miradas se clavaban la una en la otra en ese universo creado por ambos ubicado en el rellano donde estaban sentados.
Los labios de Amor se entreabrieron para dejar escapar versos de un poema japonés improvisado por los sentimientos.
“Mi alma suspira.
Siente mi corazón
a flor de piel”.
Miguel le susurró:
– Unmei no akai ito.
– Espera Miguel, no había terminado mi poema. Dijo Amor
Mi alma suspira.
Siente mi corazón
a flor de piel,
vivo, temblando,
rozando tu nombre
como quien toca
una llama.
Hay en tu mirada
un refugio y un abismo,
un latido que me llama
a saltar sin miedo,
a perderme en ti
hasta olvidar quién era
antes de tu luz.
Y aunque mis manos
aún dudan del destino,
mi pecho, leal y desarmado,
corre hacia ti,
como un río que sabe
que el mar lo espera.
Capítulo VIII – Algo inesperado
El rellano parecía distinto aquel día, más cálido, más cercano, como si la luz se hubiera quedado un poco más allí, solo para ellos. Miguel y Amor seguían sentados uno al lado del otro, sin prisa, explorando el silencio que ya no les pesaba, sino que los sostenía.
—¿Siempre vienes a esta hora? —preguntó Miguel, rompiendo por fin el hilo invisible que los mantenía unidos sin hablar.
—Sí —respondió Amor, con suavidad—. No hay nada más en el mundo que se escuche como mi corazón aquí. Es… limpio, sin ruido. Me encanta venir. Menos mal que me dejan este momento del día. Creo que si no, no podría soportarlo.
Miguel asintió, aunque sin entender del todo lo que Amor había dicho. Su mirada se paseó por los escalones, por la pared, por las manos de ella, y luego volvió a sus ojos, que eran como mapas de cosas que él aún no conocía, pero que ya quería explorar.
—Yo… no sabía que podía esperar algo así de un sitio —dijo él, con una mezcla de risa nerviosa y timidez. Sus dedos, sin proponérselo, buscaron los de Amor de nuevo, entrelazándose con suavidad —mientras fluía esa electricidad inexplicable de la primera vez- Ni siquiera sabía que podía sentir algo así por alguien que apenas conocía.
—Eso es lo curioso —replicó Amor—. Que no hace falta conocerse del todo para que algo ocurra. Solo basta con estar aquí, ahora.
El aire del rellano se hizo más denso, más tibio. Cada palabra que se decía parecía multiplicar el tiempo, detenerlo, y al mismo tiempo abrirlo hacia un futuro incierto que ya no les daba miedo. Miguel dejó que su mano se apoyara con naturalidad sobre la de ella, y Amor la sostuvo sin apartar la mirada. No era un gesto romántico todavía; era un gesto de reconocimiento, de confianza, de hilos que se cruzan por primera vez.
—Me alegra que estés aquí —dijo Miguel de nuevo, pero esta vez con más seguridad—. De verdad. No sé qué haría si… si no te encontrara aquí algún día.
Amor sonrió, pequeña y exacta, y en esa sonrisa había aceptación, complicidad, y también un desafío sutil: “Ven, quédate. Mira cómo podemos empezar algo sin apurarnos”.
Se hicieron pequeños silencios, pausas que no incomodaban, porque cada segundo compartido era un gesto, una frase no dicha, un poema sin palabras. Miguel empezó a notar detalles que antes le habían pasado desapercibidos: la forma en que ella apoyaba los pies, esos zapatos que en los que brillaban estrellas en la noche oscura, el leve temblor de sus pestañas, cómo su sonrisa podía iluminar hasta el escalón más gris.
—¿Sabes algo? —dijo Amor, inclinándose un poco hacia él—. Me gusta cómo llegas, cómo te detienes, cómo pareces esperar algo que ni tú mismo sabes cómo pedir.
Miguel sonrió, esta vez sin miedo. Por primera vez, entendió que no tenía que apresurarse, que no había que forzar las palabras. Que todo podía empezar así, despacio, en un escalón, en un silencio que habla más que cualquier discurso.
Se quedaron un rato más, sentados, hablando un poco y callando mucho. Mientras el sol se escondía detrás del edificio. Cuando las sombras empezaron a inundar el portal, Amor se sobresaltó.
— ¡Oh! ¡Contigo he perdido la noción del tiempo! —dijo Amor, pero no de forma romántica, sino con un deje de amargura y urgencia.
— Debo irme, Miguel. Pero prométeme que me ayudarás —
— Por supuesto Amor, te acompaño a tu piso, dijo mientras se levantaba y le ofrecía su mano para ayudarla a levantarse.
— No, Miguel. Es demasiado tarde — dijo Amor, con una voz que empezaba a apagarse en el aire.
La ternura y el amor en ciernes dejó paso a un asombro infinito. La vio temblar como un humo fino que empieza a dispersarse. Antes de que pudiera comprender lo que ocurría, Amor comenzó a desvanecerse: primero sus manos, luego su cuerpo, hasta que solo quedó la sensación de su perfume flotando en el aire, como un eco imposible de atrapar.
Miguel se quedó allí, sentado en ese lugar que pertenecía a dos personas.
Capítulo IX — Una teoría del desvanecerse
Esa tarde Amor volvió, inevitablemente, al país de las maravillas. No era un país, ni maravillas, ni siquiera un lugar: era una huida. Pero las palabras no siempre aciertan a nombrar lo que duele, así que ella se conformaba con llamarlo así, para no decir infierno ni tampoco decir refugio.
Recordó aquel día terrible —¿Qué día no lo es cuando se derrumba el suelo?— en que la realidad le dolió como si se la hubieran puesto justa, exacta, demasiado ajustada a su piel. Problemas de esos que se pegan a los talones, que hacen ruido en la cabeza incluso cuando te tapas los oídos.
Ella se sentaba entonces en el portal, en el suelo frío, con los ojos cerrados, y pensaba con desesperación: “que alguien desenchufe el mundo aunque sea por cinco minutos”. Y en ese pensamiento infantil y urgente había más verdad que en todas sus clases de matemática y estadística juntas.
Porque Amor siempre fue de letras. Tenía un alma de palabras, y las ecuaciones se le volvían enemigos demasiado ordenados. En la biblioteca de Humanidades encontraba una especie de orden más amable: el caos de los poetas, la desobediencia de los libros que no quieren enseñar nada pero lo enseñan todo. Allí se quedaba horas, escuchando cómo la madera de las mesas le contaba historias que ni los autores recordaban haber escrito.
Y fue allí donde lo conoció: aquel profesor de Humanidades. Él le regaló un libro antiguo, piel gastada, olor a polvo cómplice. Un libro de ciencias ocultas, dijo. Ella se rio, claro, porque aún creía que la magia era de otros.
Pero aquel día terrible —cuando todo dolía, cuando el aire se volvía un enemigo íntimo—, Amor recordó el libro como si la memoria le hubiera susurrado: “anda, prueba con lo imposible”.
Lo abrió al azar. Porque el azar es esa mano oculta que escribe lo que uno no se atreve.
Y allí estaban.
Las palabras.
Las que no deberían existir o las que siempre habían estado esperando que alguien las leyera.
Ella no dudó.
La desesperación no duda.
Las pronunció y su voz hizo un ruido raro en el aire, como si hubiera roto una ley sin pedir perdón.
Y se desvaneció.
Literalmente.
Como humo que descubre que nunca fue sólido.
Cuando volvió —una hora antes del crepúsculo— el mundo la recibió con la misma indiferencia de siempre. Ella respiró, como quien recibe de nuevo el peso del cuerpo, y pensó que tal vez había sido un sueño. Pero al ponerse el sol, otra vez: ese tirón invisible, ese viaje sin permiso a un lugar donde la realidad se despegaba como papel mojado.
Y así, un día, otro, otro más.
Ya no sabía cuántos.
Los días dejan de contarse cuando se vive en dos mundos a la vez.
Pero ahora había algo diferente.
Ahora estaba Miguel.
Y al volver sin él, dolía.
Dolía como si el silencio tuviera dientes, como si el país de las maravillas —que nunca lo fue— se riera de su necesidad.
Porque al final, lo único que ella quería, lo único que jamás pensó que desearía, era quedarse.
Quedarse en el mundo donde había alguien que la miraba como si su desvanecerse fuera lo más interesante que hubiera visto en la vida.
Y esa tarde entendió que lo imposible se vuelve insoportable cuando se mezcla con el amor.
Capítulo X – ¿Dónde estás Amor?
Al principio le pareció casi normal.
Tan acostumbrado estaba a los desengaños, a ver como el amor se desvanecía ante sus ojos, sin pedir permiso ni ofrecer explicaciones, que tardó en detectar lo extraño: ese silencio que no era retirada, ese vacío que no era ausencia. Quizás lo confundió con otras fugas de la memoria, con esas ocasiones en que uno cree que ama y resulta que sólo estaba soñando. Quizás pensó que era otro de esos finales que se parecen demasiado al principio.
Pero pronto lo sintió en la piel, ese cosquilleo que no debería existir cuando lo cotidiano se comporta como siempre. Porque la chica frente a él no se marchaba, no se iba difuminando como se apaga una lámpara o como se enredan las palabras en el final de una conversación. No: ella se volvía niebla. Un cuerpo evaporado en mitad del mundo, un abrazo que ya no tiene a quién rodear, un perfume de rosas secas sin dueña.
Y entonces comprendió —aunque comprender, en estas ocasiones es un verbo inútil— que aquello pertenecía a algo fuera de este mundo. Se incorporó del escalón temblando y susurró:
—Esto no es un cuento de Cortázar… Esto es real.
Pero esto no puede ser real.
Lo era.
En otro contexto, habría atribuido todo a una alucinación barata, efectos secundarios del cansancio, del café, de falta de vacaciones . Pero no: era ella. Era Amor. Y si había algo real en el mundo —más que la ciudad, más que la gravedad— era esa conexión que sólo había experimentado con ella y con nadie más.
La llamó.
—Amor, ¿Dónde estás? ¿Qué pasa?
Solo el eco respondió desde el fondo de la escalera.
Subió todos los peldaños. Hasta el último. Nada.
El aire sabía a despedida sin motivo.
Después fue al 2º izquierda, ese pequeño apartamento al que él la había acompañado alguna vez cuando todavía no se atrevía a decir nada que pesara más que un saludo insignificante, antes de subir al cuarto piso donde vivía. -sí a ese paso insulso por la existencia se le puede llamar vivir-.
Tocó el timbre. El silencio duele cuando se hace eterno.
Esperó. Esperó más.
Y se marchó con la sensación de que el mundo, desde esa noche, había cambiado de textura.
No durmió. Ni siquiera lo intentó. Sabía que iba a ser inútil.
Y al día siguiente el trabajo fue un castigo repetido cada minuto, como si la oficina estuviera diseñada para borrar cualquier rastro de magia.
Pero a la hora de siempre, al abrir la puerta del portal, ahí estaba Amor. Sentada en su escalón de costumbre. Como si nada hubiera pasado.
Aunque esta vez sus ojos tenían la forma de haber llorado demasiado.
Cuando lo vio, sonrió. Y en esa sonrisa había infinitas grietas.
—Amor —dijo él—, tenemos que hablar.
—Claro, Miguel —respondió ella—. Pero antes… siéntate a mi lado.
Y abrázame, abrázame fuerte.
OPINIONES Y COMENTARIOS