“De lo simple a lo complejo” rezaba la página del libro en el que mi madre guardó una hoja que increíblemente se mantuvo verde, como recién arrancada del árbol. Ella, bióloga de nacimiento y muerta de fumadora, cuando yo era niño me hablaba, entre humos, del griego Teofrasto, el padre de la botánica, a quien descubrí que odiaba con toda mi niñez.
El juego era subirse al árbol, la trepada. Veía las suelas de las zapatillas de los pibes que me gritaban que subiera, que era fácil, que no pasaría nada. Aún me cuesta mirar abajo cuando estoy en sitio alto, los rascacielos me dan urticarias, los aviones me parecen máquinas absurdas y detestables, más que las palomas.
Me detuve a mirar la hoja, como si fuera una instantánea de mamá, fresca, hermosa. Recorrí sus nervaduras, su contorno, haz y envés, el peciolo y su limbo, y encontré en la hoja al árbol de la infancia.
—Dale papá —grita mi hijo, y subo rama a rama.
Aunque el cielo desde aquí se ve libre de humo, sigo odiando a Teofrasto, el que inventó los árboles.
OPINIONES Y COMENTARIOS