El verano de 2016 tenía esa clase de calor que se pega a los huesos y vuelve pesada hasta la luz. Era casi medianoche cuando tomé la ruta 7 de regreso, solo, después de una fiesta que ya recordaba como un eco lejano. La carretera era una cinta oscura y silenciosa. Esa clase de silencio que no acompaña: acecha.
Apagué la radio, quizá para sentirme menos observado por el murmullo estático. De inmediato, el mundo quedó reducido a dos sonidos: el ronroneo del motor y el roce grave de los neumáticos contra el asfalto. Todo lo demás era ausencia.
Miré por el espejo retrovisor. Era como mirar dentro de un pozo: una negrura espesa, inmóvil. No había luces, no había movimiento. Nada. Lo recuerdo bien porque, en ese instante exacto, sentí un alivio irracional: estar solo, en mitad de la nada, a veces era mejor que no estarlo.
Diez segundos después, un destello blanco irrumpió a mi izquierda.
Un auto. Faros encendidos. Pasó como un latigazo.
El corazón se me subió a la garganta en un salto bruto, parecido a esas noches en que uno abre los ojos convencido de que alguien lo observa desde la oscuridad. Porque yo sabía —con la certeza profunda del instinto animal— que no había nada detrás de mí cuando miré. Nada.
Y, sin embargo, allí estaba ese auto que no debería haber podido aparecer sin ser visto.
Seguí manejando con los dedos crispados en el volante, intentando ignorar la sensación absurda, infantil si se quiere, de que algo caminaba sobre mi techo. Llegué a casa temblando, con la idea fija de que algo no había encajado.
A la mañana siguiente lo vi.
En la parte trasera de la camioneta, dos juegos de arañazos. Uno a la izquierda, otro a la derecha. No superficiales, no casuales: largos, profundos, como hechos por manos impacientes. El vehículo era viejo —claro— y aquellos raspones bien podían haber estado ahí desde hacía meses. Pero me encontré mirándolos como si fuera la primera vez. Y quizá lo era.
Con el tiempo pensé en dos posibilidades.
La primera era… digamos, fantástica. Un error en la realidad, un salto, un hueco. Como si el auto hubiera surgido de la oscuridad misma, sin pasado, sin distancia. Algo digno de un relato que uno se niega a creer incluso cuando es propio.
Pero la segunda posibilidad… esa es la que me heló la sangre, la que aún hoy me obliga a mirar dos veces por el espejo cuando manejo de noche.
Porque tal vez no hubo nada sobrenatural.
Tal vez el auto que me pasó era un auto común. Se acercó, me rebasó, siguió su camino. Todo normal. Todo lógico.
Pero lo que oscureció la ventana trasera cuando yo miré —lo que impidió que viera sus faros acercándose— no era el auto.
Era algo más.
Algo grande. Ancho. Tan negro como la ruta misma. Aferrado a mi camioneta con la confianza de quien ya eligió su lugar. Profundo como un pozo. Feroz como una respiración contenida.
Algo que dejó esos arañazos.
Algo… que viajaba conmigo.
Y que, sin saberlo, traje hasta la puerta de mi casa.
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