La última hoja del árbol se podía apreciar desde la ventana de su cuarto. El otoño estaba por terminar y el invierno amenazaba con arrasar con lo último que quedaba del árbol que perteneció a las últimas tres generaciones de la familia Durán.
La respiración agitada de Laurencia auguraba la deserción de ser los últimos alientos de la mujer anciana, tal como el árbol seco con sus ramas a punto de claudicar. Sus recuerdos rememoraban ser lo último que quedaba de la familia Durán, que con ella y su hermano Paulino, quienes eran los únicos de la familia con el apellido Durán, y quienes denominaban como símbolo de fortaleza ante la soledad.
Mientras escuchaba el chillido de la tetera al hervir el agua para su té de jazmín, esbozo una ligera sonrisa al recordar a su madre Aida, a la cual como un roble, siempre tuve la postura erguida de cualquier árbol que vence tormentas y los más grandes vendavales. Recordó la foto militar de un padre intransigente, borracho y egoísta que representaba el disfraz de la fortaleza al cubrir una debilidad marcada con una profunda soledad interior.
Mientras la señora Jovita le servía el té de jazmín a la vieja Laurencia, está le contó el recuerdo más nítido de su infancia: Sentada sobre el frío mármol de la sala de su casa miraba florecer las diversos árboles frutales al concluir el invierno y que en pocos meses podría disfrutar de duraznos, ciruelos, nueces, el aroma de la rica mermelada de higo que su madre le preparaba acompañada con una rica rebanada de pan de centeno.
Mamá Aida, dura como un roble, tenía poco tacto afectivo con Laurencia, quien la recordaba sobria, y fría con su trato hacia las personas. Ella siempre admiró la valentía de una madre que vence las adversidades de vivir con un militar enfermo de egoísmo y los recovecos mentales que deja la milicia en los hombres de guerra.
La pobre anciana, encorvada por el peso de cargar con las emociones generacionales de lo que queda del apellido, reconocía que haber vivido los rezagos emocionales de la familia, habían mermado su corazón de mujer, quien vencía la soledad con cada sorbo de su té.
Con su vestido floral puesto sobre su cama, y su suéter de lana gris, se dispuso a vestirse para salir a tocar aquél árbol que para ella representaba una bitácora de su vida. Salió al patio en donde delicadamente acarició aquel tronco de ramas secas. Uno de los recuerdos más antiguos de su infancia era verse trepada sobre sus ramas sólidas empujando a su hermano Paulino para que cayera y pudiera romperse algún hueso, ya que en muchas ocasiones, ese hermano iracundo llego a tomar sus cabellos dorados para arrancarlos en un frenesí de enojo. Inevitablemente, Laurencia lloraba al pensar que su hermano estaba lejos de ella y que tras los años transcurridos, la comunicación con su sangre se había suspendido en el aire en espera de una llamada que le expresará el adiós nunca escuchado.
Nuevamente la anciana entro a su alcoba para colocarse el vestido negro que había utilizado en el velorio de su querida Aida, se desvistió con movimientos lentos, viéndose ante el espejo las arrugas que cubrían su cuerpo como escamas que dejaron huella el paso de los años y de convivir con la soledad más arraigada en su mente y cuerpo.
La dama de cabellos grises ordenó a Jovita encender la chimenea y acercar la silla mecedora para calentar el cuerpo del frió invierno que se asomaba. Pidió la siguiente taza de té y con cada vaivén se dispuso a escuchar la melodía que producía el viejo reproductor de discos de acetato. Derramo tantas lágrimas como para sacar la humedad de los rezagos de su piel quién guardaba emociones escondidas, los sinsabores de la vida y por qué no, la humedad de los placeres sexuales disfrutados con cada mujer que estuvo a su paso.
Al terminar de disfrutar las viejas canciones y el salado sabor de sus lágrimas, Laurencia pidió a Jovita que le preparará la bañera con las siguientes indicaciones: colocar agua tibia que cubra la más de la mitad de la tina, colocar todas las ramas secas que aquel viejo árbol haya soltado, perfumar el agua con lavanda, colocar velas en cada esquina de la bañera. Jovita simplemente obedeció.
Laurencia entro al baño preparado, se desvistió lentamente con movimientos aletargados y la mirada fija sobre las cuatro velas, se puso de pie y se miró desnuda ante el espejo carcomido por el moho. Observo sus cabellos ralos y escasos, los tocó suavemente, se palpo el rostro, mejillas, párpados caídos, sus arrugas zanjadas alrededor de su boca, toco su cuello, sus brazos, sus pechos caídos y secos como la uva pasa, sus pezones resecos. Con movimientos circulares acarició su estómago abultado por el almacenamiento de viejos recuerdos no digeridos, y lentamente bajo a su pubis en donde acaricio sus vellos ceñidos en su sexo, tocó su vulva con finos movimientos lentos y el pequeño temblor de su mano, quien le recordaba los tórridos romances de sentirse invadida por las manos delicadas de aquellas mujeres que la amaron y la desearon, sonrió ante el espejo al saber todas aquellas manos y bocas húmedas que se posaron sobre su vagina, juguetearon con su clítoris y le produjeron las olas de calor más satisfactorias que cualquier mujer hubiera deseado tener. Sacudió lentamente sus pies como señal de flotar sobre el suelo y poder sentirse volar como las alondras que cada primavera se posaban en su jardín.
Encorvada, con la mirada fija ante el espejo, se reconoció como una mujer que le había tocado vivir la extinción de un apellido; y que con gallardía y entereza había podido vencer muchas adversidades y otras batallas perdidas que quedaban dentro de su lento corazón.
Suavemente se deslizo en la bañera, disfruto de las hojas secas del árbol, el vapor del agua, el olor a lavanda, la iluminación sutil de las velas, cerró sus ojos, respiro cinco veces de manera profunda. Lentamente se fue hundiendo en el agua hasta que ésta le cubriera su rostro. Sumergida aguanto la batalla hasta el último suspiro…
La última hoja del árbol que se veía desde su ventana se desprendió.
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