Johanna. Abril. 2018.
Me suicidé a principios de abril. El nudo del estómago pasó a ser el de la garganta y acabé ahogada en mi propia saliva.
A mí me habían dicho que se podía morir de amor, de risa, de pena e incluso de dolor pero nadie había mencionado jamás que se puede morir por morir.
Me suicidé a principios de abril cuando descubrí que bombardearon mi casa estando yo a kilómetros de autopista, mares y vías; cuando descubrí que lo que me dieron mis padres para poder estudiar iba a ser la única ayuda que viese estando tan lejos de mi hogar. A ojos ajenos he sido hija de posibles terroristas, otra inmigrante más, escoria, lastre, aprovechada o prostituta. He sido etiquetada de tantas formas que ya no recuerdo ni mi nombre.
Todo cambia cuando se enteran de que estás acabando tu carrera legalmente en su país. Aún así, sigues siendo “de poco fiar”.
En mi tierra huele a sangre todos los días y huimos de la contaminación que ha provocado el odio. Imaginad que la boina que cubre Madrid fuese humo de odio. Nadie quiere morir por el odio.
Horas, días y años de silencio predico por mi hogar. Que ya son solo restos de hogar.
Me suicidé a principios de abril usando mi dolor de cuchilla y el amor que me quedaba como pastillas. No me quité la vida porque ya me la arrebataron cuando esa bomba impactó contra mi alma; me libré del cuerpo que tan magullado había quedado por culpa de las chinchetas que llevaba en mi espalda y que sostenía notas en las que se leía “inmigrante”, “terrorista”, “prostituta”. Ese día me las arranqué una a una mientras veía en la televisión a un señor que decía algo de un mensaje de paz. No sé. Creo que hablaba de acabar con el terrorismo. No sé si ese señor sabrá que son sus armas las que nos matan.
A nadie le gusta que le hablen de paz enseñándole una AK-47. Pues el hombre de la pantalla hablaba de no sé qué de seguridad y no sé qué de proteger a la población y no sé qué de ayudar a acabar con las guerras mientras acariciaba con su avaricia una bolsa llena de AK-47 que olían a dinero fácil. A mí me empezó a sangrar la espalda cuando me quité la última chincheta. Creo que ponía “terrorista”. Otra vez. ¿Cuántas veces me lo habrán llamado esta semana? Entre muchas y demasiadas.
Ese día me arranqué las etiquetas, encendí la televisión y cambié de canal porque el señor me aburría considerablemente. Anuncios. Vi muchos anuncios, programas en los que la gente se chilla y más anuncios. Y en uno de los cambios de canal vi mi hogar. Ensangrentado. De repente me vino ese olor a podrido. Seguí mirando atenta la pantalla y me di cuenta de que era otro anuncio. Salían mujeres y hombres con chalecos ayudando a mi gente y a otros tantos más. Conté y no me salían las cuentas, lo cual me frustró porque soy la primera de mi promoción de Química. Conté y descubrí que no es que se necesite a más gente con chaleco, es que el señor que antes hablaba de tantas cosas no tendría que venderse al dinero fácil. Conté y llegué a la solución. Y me dio miedo. Y la escribí en la servilleta más cercana para que nunca a nadie se le olvidase.
Ese día también llamé a la única familia que me quedaba: mis amigas. Cuando yo llegué a este país me clavaron muchas etiquetas pero también conocí el amor. Nos venden el amor de pareja pero también existe la amistad. Ellas me enseñaron Sol un 31 de diciembre, me bailaron en el Paseo de los Tristes y gritamos en festivales con esos vasos tan grandes llenos de cerveza. Si pudiese morir por amor, moriría por ellas. Cuando bombardearon mi casa, vinieron a verme a este apartamento y no dijeron nada. Lloraron conmigo y nunca más volvimos a hablar del tema.
Las llamé y vinieron a beber cerveza en vasos normales mientras reíamos por fuera. Nunca nos reímos por dentro porque todas murieron por algo. Una murió con el cáncer de su padre, otra lleva muerta desde que la depresión la estranguló y la tercera recibe balazos todos los días por no encajar en la sociedad. Yo las quiero a todas. Supongo que entre muertas nos entendemos.
Las llamé, vinieron a beber cerveza, nos reímos y les confesé lo mucho que las quería. Luego les hablé de la guerra, de como huelo a bomba cada vez que salgo a la calle y de lo que duelen las etiquetas. Ellas callaron. Las quiero mucho pero siempre callan cuando hablo de mi hogar.
Cuando se fueron volví a poner la televisión y lo entendí. Siempre callan. Todos callan. Vi la venda que se ponen y que les cubre toda la cara. Quienes no callan, hablan para decir “pobres” y volver la vista. Los otros dicen no sé qué de que lo merecemos. Ahora siento pena por mis amigas, ellas no saben que tienen la venda. Y yo quejándome por las bombas.
Ese día hice muchísimas cosas. Las mismas cosas de siempre y en el mismo orden de siempre. Nunca me había parado a pensar en lo monótono que es todo y en lo hipócrita que soy. Siempre me quejo de la rutina y esa era yo, haciendo siempre lo mismo. Somos robots y me lamento ahora que estoy muerta.
Ese día no sabía que iba a decidir morir pero llamaron a la puerta. Otra nota de burla. La gente de mi clase había descubierto dónde vivía y desde entonces me recordaban lo terrorista que soy a través de cartas. Anónimas, por supuesto. Como las armas que matan, siempre son anónimas. ¿No lo sabíais? Les tapan el nombre para que no veamos la procedencia.
Estaba harta.
Ese día decidí morir por morir. Decidí morir por mí. Decidí que no iban a matarme ellos, sino que yo sería más rápida. Volví a leer la servilleta con la solución y decidí que no valía. Que eso de quitar vendas no nos iba a llevar a ninguna parte porque ya pertenecían a la piel. Así que decidí morir por mí.
Subí a la azotea, me senté en el alféizar y…
Abrí los ojos. Abrí los ojos tarde. Cuando tenía a un montón de señores a los lados que gritaban mucho. Entre tanto revuelo me di cuenta de que habían intentado matarme ellos -no los hombres que rodeaban la camilla sino los de la televisión- mientras dejaban que yo me creyese dueña de mis decisiones. No sé gracias a qué Dios viví.
En la caída se debió desprender la venda de mi piel y me di cuenta.
Llevo muerta más de siete años.
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