La deuda de las 3:17

La deuda de las 3:17

LuFer

09/10/2025

LuFer

Un relato inspirado en el universo de La factura del tiempo de LuFer

Hay pueblos donde el reloj marca la hora,

y otros donde la hora marca a los hombres.

San Lorenzo pertenece a los segundos.

A las tres y diecisiete, el murmullo del horno se volvió un susurro de iglesia vacía.

Lucía retiró la última bandeja de pan y notó que la puerta del local no devolvía eco cuando la empujaba.

El tiempo en San Lorenzo tenía manías caprichosas: avanzaba con desgano por la mañana, envejecía de golpe al mediodía y, al caer la tarde, parecía recordar que debía cobrarse algo.

Lucía era panadera desde niña.

Decía que el pan, cuando fermenta, recuerda.

Sus hogazas tenían una corteza que crujía como una decisión tomada.

Vivía sola, entre harina y hornos, con un limonero terco en el patio y la sombra constante de un hijo ausente, Diego, cuyo nombre no se pronunciaba ni en misa.

El reloj de la panadería se detenía siempre a la misma hora: 3:17.

Cinco minutos de silencio en los que el mundo se quedaba sin pulso.

Nadie entendía por qué, pero los relojes de San Lorenzo habían empezado a conspirar desde hacía meses, deteniéndose sin orden ni permiso.

Y en esos cinco minutos, sucedían cosas que nadie quería admitir.

Esa tarde, Lucía oyó, detrás de la puerta del depósito, un golpeteo leve.

Tres golpes, pausa, uno, pausa, siete.

Abrió.

Allí, sobre el suelo de ladrillo, el péndulo del viejo reloj de pared oscilaba solo, envuelto en un aire tibio, como si alguien invisible lo mecía desde otro lado del tiempo.

—No deberías moverte —murmuró.

El péndulo no respondió, pero su sonido cambió.

Cada oscilación era una risa breve, una respiración infantil.

Lucía cerró los ojos y la reconoció.

Era la voz que había escuchado una vez, antes de la lluvia y del accidente.

Antes de perder la noción del tiempo y del perdón.

Desde entonces, cada día a las 3:17, el pueblo entero se detenía con ella.

Lucía oía la voz dentro del metal.

Un día le pidió que soltara, otro que amasara, otro que compartiera pan con quien más le doliera.

Y Lucía obedeció.

Amasó con silencio, sin agua, hasta que el pan se convirtió en memoria.

Lo repartió entre los vecinos con quienes no hablaba.

Y, poco a poco, el pueblo aprendió a esperar los cinco minutos de silencio como quien espera misa o tormenta.

Los relojes siguieron deteniéndose.

El tiempo no volvió a correr igual.

Pero el pan, por primera vez en años, supo a algo distinto que culpa.

Un forastero llegó una tarde, con un cuaderno bajo el brazo.

Pidió café.

Lucía le ofreció pan sin preguntar.

El hombre observó el reloj detenido y dijo:

—Dicen que aquí el tiempo aprende a escuchar.

Lucía sonrió.

—No escucha —respondió—. Recuerda.

El hombre escribió algo en su cuaderno, dejó unas monedas y, antes de salir, murmuró:

—Gracias. Esto tenía que verlo.

Cuando se fue, sobre la mesa quedó un papel doblado.

Lucía lo abrió. Decía:

“Algunos lugares aprenden a detener la herida

para que el tiempo pueda escribir.”

— LuFer

De La factura del tiempo

Lucía lo leyó en silencio.

A las 3:17, el reloj volvió a detenerse.

Y el pan del horno, dorado, crujió como si una historia recién horneada hubiera terminado de escribirse.

📘 Este relato pertenece al universo narrativo de La factura del tiempo, la nueva obra de LuFer —disponible muy pronto en Amazon KDP.

Una novela donde el tiempo deja de ser testigo… para convertirse en juez.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS