El sobre llegó un domingo, cuando el mundo parecía haberse detenido en una siesta invisible. No traía sello postal ni remitente, solo un papel amarillento que olía a relojería vieja. En el centro, escrito con tinta negra y un pulso que parecía latir, se leía:
“Saldo pendiente con el tiempo: 41.236 horas no vividas.”
Él no recordaba haber pedido crédito alguno. Sin embargo, al girar el papel descubrió el sello en la esquina inferior: un reloj con forma de ojo. Y debajo, una frase que ya había escuchado en sueños:
“El tiempo no se cobra en monedas, sino en minutos de vida.”
Se quedó mirando el sobre largo rato, esperando que se deshiciera como una pesadilla. Pero el documento permanecía allí, tangible y paciente, como si el tiempo mismo esperara su firma.
Durante los días siguientes trató de ignorarlo. Lo guardó en una gaveta, lo cubrió con libros, lo escondió entre recibos y pólizas de seguro. Pero cada noche, al cerrar los ojos, lo escuchaba tic-tac, tic-tac, respirando bajo la madera.
El martes, el reloj de la cocina marcó las tres y diecisiete. La hora en que su esposa solía llamarlo antes de enfermar. En ese instante, la gaveta se abrió sola. El sobre estaba allí, intacto.
Lo tomó y volvió a leerlo. Esta vez, debajo del saldo, había aparecido un renglón nuevo: “Ajuste aplicado: +8 horas desperdiciadas hoy.”
El corazón se le contrajo. Pensó en el tiempo que había perdido frente al televisor, las llamadas que no hizo, los silencios prolongados. El tiempo no lo acusaba con violencia, sino con una elegancia cruel: le mostraba su propio descuido.
Pasó semanas sin responder. Pero el recibo seguía actualizándose solo. Cada amanecer, nuevas cifras aparecían en tinta roja: “+10 horas no vividas. +4 horas sin propósito. +1 hora sin amor.”
Una madrugada decidió saldar la deuda. Abrió el cajón y, con una pluma, escribió: “Pago total: mi descanso, mis días futuros, mi memoria.”
El papel absorbió la tinta como si tuviera sed. Luego, una sombra líquida se deslizó sobre las letras y formó una nueva línea: “Transacción aceptada. Recibo de las horas validado.”
De pronto, todos los relojes de la casa se detuvieron. El aire adquirió un olor metálico, y el silencio se volvió tan denso que parecía tener peso.
Al día siguiente, despertó sin saber la fecha. El calendario estaba en blanco. La ventana mostraba un amanecer que no terminaba de ocurrir. Caminó por la casa, pero cada habitación parecía repetirse como un eco.
En la cocina, sobre la mesa, el sobre seguía allí. Sin embargo, el texto había cambiado. Ahora decía:
“Crédito aprobado. Nuevas horas disponibles: infinitas.”
Sonrió por primera vez en años. Pensó que, quizá, había vencido al tiempo. Pero cuando buscó un reloj, descubrió que todos marcaban una hora distinta, y ninguna avanzaba.
Salió a la calle. El mundo estaba suspendido: la gente quieta, los pájaros detenidos en el aire, los autos inmóviles sobre el asfalto. Solo él caminaba.
Entonces lo entendió. No había pagado su deuda: la había multiplicado. Al entregar su descanso y su memoria, se había condenado a vivir todas las horas que nadie quiso vivir.
Caminó días enteros sin sentir hambre ni sueño. En cada esquina encontraba escenas congeladas: una mujer a punto de reír, un anciano por encender un cigarro, un niño a punto de tropezar. Todo detenido. Todo eterno.
Intentó regresar a casa, pero ya no la encontró. En su lugar había un reloj gigante, sin manecillas, con puertas de metal que se abrían y cerraban al compás de su respiración.
Dentro, un susurro lo llamó por su nombre.
—¿Vienes a cobrar o a pagar? —preguntó una voz que parecía salir del engranaje mismo.
—Solo quiero dormir —respondió él.
—Eso ya no existe para ti. Has firmado el recibo de las horas.
El eco lo envolvió. Sintió que caía dentro del reloj, entre ruedas dentadas que giraban despacio, masticando el tiempo. Cada engranaje mostraba rostros detenidos: los suyos, los nuestros, los de todos los que alguna vez creyeron que podían administrar los minutos.
Cuando el silencio regresó, comprendió su papel. Ya no era deudor ni acreedor. Era parte del sistema. El tiempo había cobrado lo suyo y lo había hecho instrumento.
Desde entonces, en alguna parte del mundo, hay un reloj que nadie logra reparar. Un reloj que a veces respira. Quienes lo escuchan juran oír una voz cansada que repite en susurros:
“El tiempo no se cobra en monedas, sino en minutos de vida.”
Y cada vez que alguien pierde un día en cosas sin alma, ese reloj se despierta un segundo. Solo un segundo.
Pero basta para que el mundo envejezca un poco más.
— LuFer
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