Siempre he sido un hombre que consigue lo que quiere, sin importar el precio o los métodos. Algunos me llamarían un cazador. La reconocí de inmediato. Sus ojos felinos, de un imposible verde esmeralda, podían hacerte perder la razón con una sola mirada coqueta. Sus labios escarlatas insinuaban una oscura sensualidad, capaz de eclipsar las perladas dagas de su sonrisa. La tersura de su piel de alabastro resaltaba una musculatura discreta pero firme. El embrujo de su belleza era tal que cualquier hombre común le entregaría hasta la última gota de vida de sus venas con tan solo pedírselo, pero yo no era un hombre común. Desde el instante en que cruzó la puerta del bar supe que sería mi presa. Esta noche terminaría en mi apartamento.
Se sentó sola en la mesa de la esquina, desde donde podía vigilar todo el bar con una sola mirada. Pidió una sangría y esperó paciente, como una araña que sabe que la mosca tarde o temprano caerá en su red. Me acerqué con una timidez y torpeza calculadas, recursos que había practicado y empleado muchas veces; a las de su tipo les gusta sentir que tienen el control, son depredadoras.
Hablamos largo rato, de todo y de nada. Charlas triviales, pero entretenidas, de esas que te hacen perder la noción del tiempo. Desplegó todas sus armas: se reía de mis chistes mediocres, celebraba anécdotas que más que gracia daban pena ajena, se inclinaba casualmente dejando al descubierto su profundo escote, rozaba sutilmente mi pierna con la suya y jugueteaba con su cabello, tan rojo y brillante como el pelaje de un zorro astuto que devora con los ojos a una gallina.
Las copas se acumularon, pero el alcohol parecía no afectarla. Yo, en cambio, dejaba que mis palabras sonaran arrastradas, mi charla más incoherente y repetitiva, como la de cualquier borracho. Cuando ella sugirió ir a un lugar más privado, yo me emocioné como un niño en Navidad al que sus padres regalan la última consola de videojuegos. Ella solo me miró divertida. Ya te tengo, debimos pensar al unísono.
Antes de partir le pedí una última copa. Aceptó sin pensarlo demasiado. Le hice una seña al cantinero y en poco tiempo llegaron dos tragos más. Brindamos por una noche que ninguno olvidaría, y de cierta forma así sería, me gusta guardar un recuerdo de mis cacerías.
Nos levantamos y caminamos hacia la salida. A cada paso su andar se tornaba más torpe y desequilibrado, su visión se nublaba, la sonrisa se borraba de su rostro hasta convertirse en una mueca de confusión. Mientras tanto, mi paso cobraba firmeza.
—¿Cuándo pusiste algo en mi bebida? No te perdí de vista —susurró desesperada. Yo solo sonreí y le respondí con voz clara:
—Crucé unas palabras con el cantinero antes de que llegaras. Aceptó poner un poco de mi medicina especial en tu trago a mi señal, pero solo servirme cócteles sin alcohol. No fue difícil comprarlo. Supongo que no es la primera vez que hace algo así. Tendré que encargarme de él más adelante.
El taxi que me esperaba, se acercó de inmediato.
—¿A dónde siempre, señor? —preguntó el hombre mayor al volante con una sonrisa cómplice.
—Sí, pero no aceleres mucho. No queremos llamar la atención. La droga recién comienza a hacer efecto, así que no hay prisa.
Asintió y puso el auto en marcha rumbo a mi guarida.
Ella se encontraba recostada en los asientos traseros, más que inconsciente parecía una serpiente enroscada, lista para atacar en cuanto pudiera.
—Cuando me recuperé, vas a desear no haberte cruzado conmigo, bastardo —susurró con un hilo de voz.
Tuve que inclinarme para escucharla.
—Eres más dura que las demás, te reconozco eso. La mayoría ya estaría inconsciente a estas alturas. Pero ten paciencia, ya casi llegamos.
Mis palabras parecieron irritarla, porque intentó escupirme, aunque apenas logró que la saliva le cayera sobre su propio rostro.
El taxi se detuvo suavemente frente a mi edificio. El chofer me ayudó a bajarla y acompañó hasta la puerta.
—Esta noche trajo una realmente linda, señor —dijo en tono burlón el vigilante. Llevaba poco en el puesto. Su predecesor había sufrido un brutal ataque mientras dormitaba en la garita de recepción, después de veinte años de servicio se había vuelto descuidado. Este nuevo parecía que no duraría mucho tiempo, no con esa actitud. Lo ignoré y seguí mi camino.
Ella era delgada, así que en el ascensor le dije al conductor que podía encargarme solo y le agradecí.
—Te transferiré el pago en cuanto terminé el trabajo —le aseguré.
—No te preocupes —replicó—. Solo asegúrate de no entretenerte demasiado. Ella parece más problemática que las anteriores.
Asentí a su consejo. La puerta del ascensor se abrió y el diálogo quedó inconcluso.
Cargué a mi presa sobre mi hombro derecho, sin la más mínima delicadeza, no tenía sentido cargarla como si fuera mi esposa en la noche de bodas. Ingresé al ascensor y presioné el botón del cuarto piso. Mientras subía, me miré en el espejo: acomodé mi cabello con la mano libre y revisé que no tuviera nada entre los dientes. Un instante después, las puertas se abrieron.
Avancé por el pasillo. Del apartamento 401 llegaban gruñidos y arañazos; del 402, ruidos de forcejeo y porcelana quebrándose. Novatos, deberían poner más atención en las capacitaciones, dije para mis adentros. Al llegar al 404, acerqué mi índice al lector de huellas. Un pitido confirmó mi identidad y la puerta se abrió.
Me había preparado en la mañana: despejé la sala de muebles y de todo lo que pudiera romperse o ser usado en mi contra; por último, cubrí el suelo con plástico para hacer el desastre más fácil de limpiar. Solo dejé el equipo esencial a mi alcance. Sin mucha ceremonia la puse en medio de la sala y fui por lo que necesitaba en el maletín que había dejado más temprano. Con una vieja cámara Polaroid le tomé una foto, la sacudí un poco para revelar la imagen y guardé ambas cosas nuevamente. Sí, tengo un lado hípster, no me juzguen.
Del mismo maletín tomé una estaca de roble blanco. Me acerqué a ella y, con un movimiento firme y certero —ejecutado docenas de veces, practicado miles—, atravesé su corazón. Sus ojos, ahora del color de la sangre coagulada, se abrieron de par en par. Su boca emitió un último chillido de ultratumba antes de que su cuerpo comenzara a consumirse entre las llamas del mismísimo infierno del que salió. Al final, solo quedó un pequeño montón de cenizas: la última prueba de que alguna vez existió.
Finalmente saqué una mini aspiradora y limpié sus restos. Los guardé en una bolsa que luego enviaría al laboratorio para confirmar la cacería exitosa; la ceniza de vampiro deja una firma espectral muy específica. Coloqué su foto en mi tablero junto a mis presas anteriores. Por un momento me perdí en el callejón de los recuerdos: volvieron a mi mente las cacerías más desafiantes, así como los hermanos de armas con los que luché y que hoy ya no están.
Un mensaje en mi teléfono me sacó de la ensoñación. Como siempre, un número desechable: una foto y una posible ubicación. Información escueta para un principiante, pero más que suficiente para alguien con mi experiencia.
Respondí: —Ok.
Casi al instante recibí una última respuesta: —Buena caza.
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