buscando una identidad

buscando una identidad

El brillo de la mar era la imagen mas sublime que Dario un joven entusiasta de Pampatar se aferraba a su ser,  su mente los viernes por la noche se encontraba diluida en una botella de ron y sus pensamientos eran persistentes, se encontraba lleno de preguntas existenciales sin respuestas, que persistian y danzaban en su cabeza. Tenía diecisiete años, una edad donde la piel aún olía a promesas y conflictos que parecian verdolaga. No era solo la monotonía de las clases, el zumbido constante de los insectos  o el vaivén perezoso de las olas en la bahía lo que lo inquietaba; era una sed, un anhelo de algo más, algo que escapaba a la postal idílica de la isla de Margarita.

Darío se consideraba un anacronismo. Mientras sus compañeros vibraban al ritmo del reggaetón y las últimas tendencias de TikTok, él se sumergía en las profundidades de Baudelaire, Nietzsche y la música experimental que pocos comprendían. Quería ser diferente, pero no en el sentido superficial de ser diferente como una moda pasajera. Ansiaba romper los moldes, no solo los de la sociedad, sino los de su propia percepción. Quería ser el arquitecto de su propio universo, aunque este se sintiera caótico y sin brújula.

Una tarde, mientras la luz anaranjada del atardecer pintaba el cielo sobre el Castillo de San Carlos de Borromeo, Darío dibujaba frenéticamente en su cuaderno, trazos angulosos y figuras distorsionadas que intentaban capturar la disonancia de su alma. Fue entonces cuando los conoció.

Mara, con su cabello rapado a un lado y mechas de colores imposibles, se acercó con una sonrisa socarrona. Vestía pantalones holgados y una camiseta de una banda de punk poco conocida. A su lado, Lucas, con sus ojos profundos y melancólicos, y una camiseta vintage de Queen. Mara era lesbiana, Lucas era gay. Eran, a los ojos de Darío, dos faros en su propia oscuridad, dos almas que también navegaban contracorriente.

«Tus dibujos son… intensos,» dijo Mara, inclinándose sobre su hombro. «Como si intentaras desmembrar la realidad.»

«Es lo que intento,» respondió Darío, cerrando el cuaderno con un golpe seco. «Siento que la realidad aquí es demasiado plana. Quiero encontrar las grietas.»

Lucas, con su voz suave, añadió: «Las grietas están en todas partes, Darío. Solo hay que saber dónde mirar. Y a veces, crearlas.»

Ese encuentro marcó el inicio de su alianza. Los tres se convirtieron en un trío inseparable, sus mentes entrelazadas en conversaciones que se extendían hasta altas horas de la noche, bajo el manto estrellado de Pampatar. Exploraban el pueblo, las ruinas del antiguo convento, las playas solitarias, no como turistas, sino como arqueólogos de la existencia. Hablaban de arte, de filosofía, de la sociedad, pero sobre todo, hablaban de sí mismos, de sus miedos, sus deseos y la constante búsqueda de autenticidad.

Darío les confesó su anhelo de vanguardia, su necesidad de experimentar con su propio ser. «Siento que tengo capas, muchas capas,» les dijo una noche, mientras compartían una botella de ron local a escondidas. «Y necesito quitarlas todas, una por una, hasta encontrar lo que hay debajo. Aunque sea horrible.»

Mara, con su pragmatismo irreverente, lo alentó: «Pues quítalas, carajo. ¿Qué es lo peor que puede pasar? Que descubras que eres un cliché. Pero al menos lo habrás intentado.»

Lucas, más introspectivo, le advirtió: «A veces, las capas existen para protegernos. Quitar una puede liberar algo que no esperas. Algo oscuro.»

Y Lucas tenía razón. Darío comenzó su experimento. Empezó con pequeños actos de rebeldía. Cambió su forma de vestir, optando por prendas de segunda mano con su propia intervención artística, se tiñó el cabello de un azul eléctrico que escandalizó a su madre y a los vecinos más conservadores. Dejó de asistir a reuniones sociales que consideraba vacías y se sumergió en lecturas que lo llevaban a los límites de la comprensión humana.

Pero algo comenzó en su interior. Darío, influenciado por lecturas sobre el existencialismo y el absurdo, decidió poner a prueba sus propias emociones e instintos. ¿Qué significaba realmente sentir alegría? ¿Y el dolor? ¿Eran acaso construcciones sociales o respuestas intrínsecas del ser?

Comenzó a buscar experiencias que lo sacaran de su zona de confort. Se atrevió a confrontar a un matón de la escuela, no con violencia, sino con una mirada desafiante y palabras inesperadas que lo descolocaron. Experimentó con ayunos prolongados para entender la relación entre el cuerpo y la mente, anotando cada sensación. Se aventuró en solitario por los senderos más inhóspitos de la isla, buscando la soledad extrema para escuchar su propia voz sin interferencias.

Una noche, mientras los tres exploraban las ruinas de una antigua hacienda azucarera, el ambiente se tornó denso. La historia del lugar, marcada por la esclavitud y el sufrimiento, parecía resonar en el aire. Darío, en un rapto de audacia influenciado por sus lecturas de ocultismo, sugirió un ritual.

«Vamos a invocar a nuestros propios demonios,» dijo, con una chispa peligrosa en los ojos. «A confrontar lo que más nos aterra de nosotros mismos. Y lo dejaremos salir.»

Mara y Lucas, aunque escépticos, sentían la misma curiosidad insana. Se sentaron en círculo entre las piedras cubiertas de musgo. Darío encendió unas velas que había llevado. La luz parpadeante proyectaba sombras danzantes que alargaban sus figuras, transformándolos en espectros. Cada uno debía verbalizar su mayor miedo o su lado más oscuro.

Mara, con su coraza de dureza, confesó el miedo a no ser aceptada por su familia. Lucas, con su sensibilidad a flor de piel, reveló su terror a la soledad eterna. Darío, al turno, dijo: «Mi mayor miedo es ser ordinario. Y mi lado más oscuro es la capacidad de destruir lo que amo en mi búsqueda de lo extraordinario.»

A medida que las palabras se pronunciaban, una extraña energía pareció llenar el aire. Las velas parpadearon con más fuerza, y una ráfaga de viento helado, inusual para el clima tropical, los envolvió. No fue una invocación real, o al menos eso creyeron, pero algo se había removido.

Poco después de esa noche, los «destinos oscuros» que Lucas había advertido comenzaron a manifestarse, o quizás, a revelarse. Las decisiones de Darío, cada vez más arriesgadas y desafiantes, empezaron a tener consecuencias tangibles.

Su madre, preocupada por su comportamiento errático y su aspecto cada vez más «extraño», intentó controlarlo, lo que llevó a discusiones violentas y a una distancia emocional cada vez mayor. En la escuela, su rendimiento bajó drásticamente, y su vanguardismo, antes visto como una excentricidad, ahora era interpretado como rebeldía sin causa, lo que le valió la expulsión temporal.

Pero la verdadera «circunstancia maldita» que tuvieron que desentrañar no fue externa, sino interna. Mara empezó a tener pesadillas vívidas y a sentirse perseguida por una sombra invisible. Lucas, por su parte, se hundió en una depresión profunda, incapaz de salir de la cama, plagado de pensamientos oscuros y una sensación constante de desolación.

Darío, al principio, pensó que eran las consecuencias naturales de sus elecciones, el precio de la vanguardia. Pero la intensidad y la sincronicidad de los padecimientos de sus amigos, que se sentían conectados a aquella noche en las ruinas, lo hicieron dudar. Había liberado algo, no solo en sí mismo, sino en sus aliados.

«Esto no es normal,» dijo Mara una noche, con los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño. «Siento que algo me succiona la energía. Como si lo que dije esa noche hubiera abierto una puerta.»

Lucas, más delgado y pálido, murmuró: «Siento que mis miedos me persiguen en cada esquina. No hay escapatoria.»

Darío se sintió abrumado por la culpa. Su búsqueda de lo extraordinario había arrastrado a sus amigos al abismo. Se dio cuenta de que su vanguardismo, hasta ese momento, había sido egoísta, centrado solo en su propia liberación sin considerar el impacto en los demás.

Recordó las palabras de Lucas sobre las capas protectoras y su propia advertencia sobre la destrucción de lo que amaba. La locura comenzaba a acechar. Darío empezó a experimentar insomnio, paranoia y la sensación de que las figuras de sus dibujos cobraban vida en las sombras de su habitación.

La encrucijada era clara: o seguía adelante con su experimentación solitaria, arriesgándose a perderlo todo, o se detenía para desentrañar el nudo que había creado. Eligió lo segundo.

Juntos, como un equipo de detectives psíquicos, decidieron enfrentar la oscuridad que los rodeaba. No buscaron un exorcista o un gurú, sino que se armaron con su propia inteligencia y su incansable curiosidad. Revisaron libros de psicología, filosofía e incluso ocultismo, buscando explicaciones a sus padecimientos.

Descubrieron el concepto del «arquetipo sombra» de Jung, la parte inconsciente de la personalidad que contiene los aspectos negados y reprimidos de uno mismo. Se dieron cuenta de que, en aquella noche en las ruinas, no habían invocado demonios externos, sino que habían agitado sus propias sombras, dándoles una forma y un poder que antes no tenían.

El proceso de desentrañar fue doloroso. Implicó confrontar la verdad detrás de sus miedos y aceptar las partes de sí mismos que habían querido ocultar. Darío tuvo que reconocer su vanidad y su miedo al fracaso detrás de su deseo de ser vanguardista. Mara tuvo que aceptar su vulnerabilidad y el amor que sentía por su familia, a pesar de sus diferencias. Lucas tuvo que abrazar su capacidad de conexión y el valor de su propia luz, en lugar de dejarse consumir por la oscuridad.

Lo hicieron a través de conversaciones aún más profundas, sesiones de arte terapia improvisadas donde dibujaban sus miedos y luego los transformaban, y meditación guiada por la voz tranquila de Lucas, que poco a poco recuperaba su fuerza. Se apoyaron mutuamente, un ancla para el otro en el torbellino de sus emociones.

Poco a poco, la bruma que los cubría comenzó a disiparse. Las pesadillas de Mara disminuyeron, y Lucas empezó a encontrar consuelo en la luz del sol de Pampatar. Darío sintió cómo las garras de la paranoia se aflojaban, y sus dibujos comenzaron a reflejar no solo la disonancia, sino también la armonía.

El dolor no desapareció por completo, pero se transformó en comprensión. La locura se convirtió en una herramienta para explorar los límites de la mente, no en un enemigo que los consumía.

Al final de la campaña, un año después de aquel fatídico rito, los tres se encontraron de nuevo en las ruinas de la hacienda, bajo la misma luna, pero con una luz muy diferente en sus ojos. Esta vez no había velas, solo la luz plateada de la luna y el sonido suave de las olas.

«Hemos llegado,» dijo Darío, con una paz que nunca antes había sentido. «No a la felicidad fácil, sino a la felicidad plena del ser.»

Mara sonrió, una sonrisa genuina que iluminó su rostro. «Sí. Hemos integrado nuestras sombras. Y nos hemos encontrado a nosotros mismos, no como personajes de un libro, sino como seres humanos reales, complejos y hermosos.»

Lucas, con una nueva vitalidad, añadió: «Y lo hemos hecho juntos. Nadie es vanguardista en solitario, Darío. Necesitamos a otros para ver lo que no podemos ver en nosotros mismos.»

Darío asintió. Entendió que su búsqueda de la vanguardia no era destruir, sino construir, no alienar, sino conectar. Había experimentado con su ser, tomado decisiones audaces, creado destinos oscuros y desentrañado circunstancias malditas. Había enfrentado el dolor y la locura, y en el proceso, había encontrado algo más valioso que cualquier ruptura con la tradición: la aceptación plena de sí mismo y el amor incondicional de sus amigos.

No sabían qué les deparaba el futuro, pero una cosa era segura: no estaban solos. Y la bruma salina de Pampatar, que antes se sentía asfixiante, ahora se sentía como un abrazo, el cálido aliento de una vida que, aunque compleja, valía la pena vivir, capa por capa, sombra por sombra, hasta la luz.

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