—Llegaste.
—Llegué.
—No a tiempo.
—El tiempo es ilusión.
—El tiempo es precio.
—Siempre hablas de precios.
—Porque todo cuesta. Incluso lo que crees gratis.
—Y tú cobras secretos.
—Yo no los inventé. Solo los administro.
—¿Cuántos me quedan?
—Tres.
—¿Tres qué?
—Tres susurros. Tres miradas. Tres verdades que aún no viste.
—No quiero verdades.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Silencio.
—El silencio también es verdad, pero más cruel.
—No juegues conmigo.
—Soy un tratante, Elías. Solo juego con lo que traes.
—¿Y si no traigo nada?
—Traes dudas. Son las más valiosas.
—No lo creo.
—Lo creerás cuando intentes vender certezas. Nadie las compra.
—Siempre tienes frases preparadas.
—Siempre tienes miedo preparado.
—¿Miedo?
—Sí. Lo huelo en tu voz.
—No es miedo. Es cautela.
—Llámalo como quieras. La diferencia es un nombre.
—Y si me niego…
—Te niegas a ti mismo.
—Eso es absurdo.
—Eso es inevitable.
—…
—Escoge.
—¿Entre qué?
—Ya lo sabes.
—Repítelo.
—Tres. Seis. Nueve.
—Otra vez los números.
—Los números son la estructura del caos.
—No lo entiendo.
—No necesitas entender. Solo elegir.
—¿Y si no elijo?
—Ya lo hiciste.
—¿Cómo?
—Al aplazarlo.
—Eso no es elección.
—Claro que sí. Postergar también es caminar.
—No me convencen tus juegos de palabras.
—No son míos. Son de la vida.
—…
—¿Y si tomo tres?
—Será un sorbo. Dulce y breve.
—¿Y seis?
—Una herida que cicatriza lento.
—¿Y nueve?
—Una caída sin retorno.
—Entonces nada.
—Nada también duele.
—No quiero dolor.
—El dolor no se quiere. Se recibe.
—¿Y si lo rechazo?
—Te encuentra igual.
—¿Siempre es así?
—Siempre.
—…
—Escucha.
—Te escucho.
—El pasillo no es recto.
—¿Qué dices?
—Cada paso que das ya torció el siguiente.
—¿Y eso qué significa?
—Que no existe el punto muerto.
—¿Ni la espera?
—Ni la espera. Esperar es también elegir.
—Entonces nunca estoy quieto.
—Exacto.
—Eso me asusta.
—Bien. El miedo te recuerda que estás vivo.
—…
—Muéstrame las cartas.
—Aquí están.
—Son muchas.
—Demasiadas para unos ojos cansados.
—No las reconozco.
—No tienes que reconocerlas. Ellas te reconocen.
—¿Cuál debo tomar?
—La que ya arde en tu mano.
—¿Y si me quema?
—Entonces era la tuya.
—¿Y si no?
—Arderá más tarde.
—No quiero ninguna.
—Todas te quieren a ti.
—…
—Sr. Torre.
—Dime.
—¿Por qué insistes en mirarme así?
—Porque ves hacia otro lado.
—No soporto tu mirada.
—No soportas lo que refleja.
—¿Y qué refleja?
—Que quieres poder.
—No es cierto.
—Sí lo es. O no estarías aquí.
—Vine por respuestas.
—Y el poder es la respuesta que nunca admitimos.
—No.
—Mírate. Tus manos tiemblan por desearlo.
—Mienten.
—El temblor no miente.
—…
—Entonces dime: ¿cuál es el precio real?
—El precio no está en las cartas.
—¿Dónde, entonces?
—En ti.
—¿Yo pago?
—Siempre paga quien pregunta.
—¿Y si callo?
—El silencio es otra forma de pago.
—¿Por qué nada me libra?
—Porque pediste entrar.
—Nunca pedí entrar.
—Elías… nadie entra sin quererlo.
—…
—Estoy en una encrucijada.
—Sí.
—O avanzo o cedo.
—Sí.
—¿Qué harías tú?
—No me corresponde decirlo.
—No me dejas salida.
—La salida nunca estuvo en mis manos.
—¿Entonces?
—La salida eres tú.
—…
—¿Y si elijo mal?
—Te lo repito: elegir ya es acertar.
—No me satisface.
—Nunca te satisfizo nada.
—Tal vez por eso sigo buscando.
—Y por eso sigues encontrando.
—…
—Basta.
—¿Qué decides?
—Decido… no decidir.
—Eso también es decisión.
—Lo odio.
—El odio es otra elección.
—Me agota.
—El agotamiento es un paso más.
—Entonces… ¿ya crucé?
—Desde hace rato.
—…
—Sr. Torre.
—¿Sí?
—¿Y si al final no había camino?
—Siempre hubo.
—¿Cuál?
—El que inventaste al caminar.
Elías se quedó quieto, como si el silencio fuese por fin el único lenguaje posible. No había más cartas, ni más susurros, ni más amenazas veladas. Había, sí, la certeza de que no habría certeza. Y en ese espacio, el hombre comprendió que la vida no es otra cosa que esa negociación perpetua entre lo que se desea, lo que se teme y lo que se recibe sin haberlo pedido.
El Sr. Torre, con su sombra inmóvil, no era un enemigo ni un juez: era apenas la figura que recuerda a cada ser humano lo que siempre olvida. Que postergar no es escapar, que callar no es negar, que huir no es salvarse. Porque en el fondo, incluso la renuncia es una afirmación; incluso el “no” abre una senda.
Así, la encrucijada nunca estuvo en el pasillo oscuro ni en las cartas ocultas. Estaba en cada respiración de Elías, en cada titubeo, en cada deseo que se disfrazaba de duda. Y ahí reside el secreto que pocos soportan mirar: no existen caminos predeterminados, sino huellas que se inventan al avanzar, y cicatrices que se heredan al retroceder.
Lo que duele no es elegir mal, sino creer que había una elección perfecta. Lo que atormenta no es la pérdida, sino el sueño imposible de que todo podría haberse evitado. Y lo que salva, aunque sea a medias, es aceptar que toda vida es una apuesta incompleta, un pacto con el azar y con la fragilidad.
Quien busca certezas se condena al vacío; quien acepta la duda descubre que en ella late la única forma de libertad. Porque la libertad no es dominio ni poder, sino el temblor de andar sin mapas, la osadía de crear sentido donde antes había sólo silencio.
Quizá por eso Elías no supo jamás si había ganado o perdido. Pero aprendió que no importa. Que en la grieta entre la pregunta y la respuesta habita lo humano. Y que no hay mayor promesa de poder que la de seguir caminando, aun cuando el suelo tiemble y la oscuridad no dé tregua.
La moraleja, entonces, no cierra nada: sólo abre. Nos recuerda que la vida no se mide en lo que poseemos, sino en lo que nos atrevemos a arriesgar, aun sabiendo que nunca habrá garantías.
«Y comprendió, en el último pliegue de la carta y en el eco áspero del silencio, que no había promesa ni poder que no escondiera un abismo más vasto que toda esperanza, un abismo en el que la voluntad humana es apenas un soplo fatigado frente a geometrías invisibles, donde las decisiones no conducen a salvación ni condena, sino a la certeza atroz de que todo camino es tejido por fuerzas innombrables, ajenas y ciegas, y que en esa ignorancia, en esa imposibilidad de abarcar lo real, se cifra la única verdad: la vida no es más que una vigilia quebradiza entre sombras sin rostro, y sólo quien se atreve a mirar esa oscuridad entiende que la promesa no estaba en el poder, sino en el terror mismo de haber existido.»
El año sin primavera
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