El viento arrastraba hojas muertas por las calles vacías de Arkham, como si la ciudad misma estuviera recordando un otoño interminable. No era raro que en aquellas noches los transeúntes se escabulleran temprano a sus casas, evitando los callejones donde los faroles parpadeaban como si respiraran. Arkham nunca dormía: vigilaba.
Samuel Blake lo sabía. Había sentido desde niño la respiración oscura de la ciudad, pero nunca como en aquel momento, cuando dobló la esquina de Garrison Street y se detuvo frente a la vieja casa de ladrillo ennegrecido. Una gárgola rota colgaba del alfeizar, apuntando con su mandíbula torcida hacia la entrada, como si quisiera advertirle de lo que hallaría adentro.
Había recibido la invitación esa mañana, en un sobre sin remitente. La frase escrita a mano era seca, casi un mandamiento: “En la encrucijada se decide el destino de los hombres.” Samuel la había leído varias veces, con un temblor que le recorría el pulso. No era supersticioso —al menos, no lo había sido antes de Yucatán—, pero desde aquella expedición, sus noches eran un desfile de visiones febriles.
La estatua. Siempre la estatua.
Recordó el hallazgo con una claridad insoportable: la selva abriéndose en un claro, las ruinas cubiertas de líquenes, y aquella figura tallada en piedra negra, del tamaño de un puño, con ojos verdes que parecían seguirlo incluso a la luz del mediodía. Su colega, el doctor Levinson, había querido dejarla allí, diciendo que no pertenecía al mundo de los vivos. Samuel, en cambio, había sentido un tirón en el pecho, como si el objeto lo reclamara. Desde entonces la llevaba consigo, oculta en el bolsillo, vibrando como un corazón ajeno.
Con la mano temblorosa, empujó la puerta de la casa. El chirrido resonó como un lamento en el interior oscuro. Un vestíbulo empolvado lo recibió, cubierto de tapices que parecían respirar a la luz vacilante de su lámpara de aceite. El aire olía a humedad y a incienso rancio, como si el tiempo hubiera quedado atrapado allí.
Avanzó. Sus pasos despertaron un eco apagado, como si otros lo acompañaran desde la sombra. Al fondo, en el salón principal, aguardaba una mesa cubierta con un paño púrpura. Allí, como si lo esperara desde siempre, un hombre de traje negro y sombrero de ala ancha lo invitó a acercarse con un gesto.
—Ha tardado más de lo que pensaba, señor Blake —dijo la voz, grave y suave como un rezo—. Pero todo llega, incluso las encrucijadas.
Samuel sintió un escalofrío.
—¿Quién es usted?
El hombre levantó la vista. Bajo la sombra del sombrero, solo se veían dos ojos fijos, demasiado inmóviles para pertenecer a un ser humano.
—Llámeme simplemente… el Señor Torre. Observo, nada más. Otros son los que eligen.
En la mesa había dos objetos. Uno era un cuchillo ceremonial, cubierto de inscripciones semejantes a las que Samuel había visto en Yucatán. El otro, un libro encuadernado en piel, con letras que parecían escritas en sangre seca: Promesa de poder.
—Dos sendas —explicó Torre, extendiendo las manos—. Una le ofrece la acción inmediata, el riesgo y la pérdida inevitable. La otra, paciencia y conocimiento, pero al precio de sacrificar parte de su futuro.
El aire se espesó. Samuel comprendió que la carta que había recibido era literal: estaba en una encrucijada, y cualquiera de las decisiones lo marcaría para siempre.
Recordó a su padre, un obrero de voz grave que repetía: todo poder exige una deuda, hijo. Recordó a Eleanor, la mujer que había amado y que se había marchado cuando él comenzó a obsesionarse con las reliquias prohibidas. El eco de su ausencia era un vacío en el pecho, más fuerte que cualquier miedo.
Se inclinó sobre los objetos. La estatua en su bolsillo vibraba, como si esperara ansiosa su elección.
—¿Y si no elijo? —preguntó Samuel, buscando un resquicio.
El Señor Torre sonrió, aunque sus labios no se movieron.
—La no-elección también es un camino. Pero uno que conduce al olvido. Usted ha sido llamado, y los llamados nunca regresan intactos.
Samuel alargó la mano hacia el cuchillo. El metal estaba frío como hielo, y al rozarlo vio fugazmente la imagen de sí mismo, avanzando entre ruinas mientras fuerzas invisibles lo perseguían. Una acción inmediata, un poder que se quemaba como pólvora… y la certeza de que algo le sería arrebatado al azar: un recuerdo, un ser querido, un pedazo de sí mismo.
Retiró la mano con un estremecimiento. Miró entonces el libro. Al abrirlo, las páginas parecieron absorber la luz de la lámpara. Una voz emergió desde lo profundo de sus pensamientos: “Entrega un fragmento de tu tiempo, y a cambio recibirás el conocimiento de tres caminos ocultos.” Vio su vida reducida, su vigor menguado, pero en sus manos aparecían símbolos, fórmulas y secretos que ningún académico de Miskatonic había siquiera soñado.
Cerró los ojos. Ambos senderos eran promesas, pero también trampas. Ambos eran poder disfrazado de elección.
—¿Qué quiere de mí esta ciudad? —susurró, casi para sí.
El Señor Torre lo observó en silencio. Entonces comprendió que Arkham no pedía nada: simplemente ofrecía, y el precio lo decidía cada uno.
Samuel abrió los ojos y habló con voz quebrada:
—Acepto la promesa. Prefiero la lenta erosión de mis días antes que la mutilación de lo inesperado.
El Señor Torre asintió. El libro se abrió por sí mismo, y tres páginas se iluminaron con símbolos que parecían arder sin consumirse. Samuel sintió que algo se desprendía dentro de él, como un año entero de su vida arrancado de cuajo, pero al mismo tiempo su mente se expandía con un saber prohibido. Vio constelaciones alineándose, escuchó nombres que no debían ser pronunciados, y comprendió que había cruzado un umbral sin retorno.
La lámpara se apagó. El salón quedó sumido en la penumbra, y cuando Samuel intentó alzar la vista, el Señor Torre ya no estaba. Solo quedaba la gárgola rota, ahora completa, erguida sobre la mesa, observándolo con sus ojos de piedra verde.
Durante los días siguientes, Samuel comenzó a experimentar cambios. Caminaba por Arkham con la sensación de que las calles lo reconocían. Los transeúntes se apartaban al verlo, como si percibieran en él una sombra invisible. Por las noches, abría el libro y se hundía en sus páginas. Cada revelación era un abismo: símbolos que abrían puertas, fórmulas que alteraban la materia, susurros que provenían de estrellas apagadas hacía milenios.
Al tercer día, se despertó con una cana que antes no estaba. Al quinto, le costaba recordar la voz de su madre. El precio se cobraba lento, pero seguro. Y sin embargo, no podía detenerse. La promesa lo había atrapado.
En un sueño, Eleanor apareció ante él. No era un recuerdo, sino una presencia real, doliente.
—Samuel —le dijo, con una tristeza que desgarraba—. Me perdiste una vez por tu obsesión. No me pierdas de nuevo.
Él intentó tocarla, pero la figura se deshizo como humo. Despertó con lágrimas en los ojos y el cuchillo ceremonial sobre la mesa de noche. No recordaba haberlo colocado allí.
Esa mañana, mientras cruzaba el puente sobre el Miskatonic, comprendió algo terrible: la encrucijada nunca había terminado. Había elegido el libro, pero el cuchillo lo seguía. Ambos caminos se entrelazaban en su destino, y el Señor Torre lo observaba desde algún lugar invisible.
La noche del décimo día, Samuel se encontró frente al espejo. Apenas reconoció su propio rostro: ojeras profundas, cabellos encanecidos antes de tiempo, una mirada que ya no pertenecía del todo a este mundo. Y en sus labios se dibujó una sonrisa amarga.
Porque en el fondo, lo sabía: había ganado poder, sí. Había abierto puertas que ningún otro hombre de Arkham se atrevía a imaginar. Pero cada secreto era también un clavo en su propia tumba.
Encendió una vela y escribió en su diario:
«El destino de los hombres se decide en un instante. Yo elegí. Y toda promesa de poder es, en realidad, un pacto con la propia perdición.»
Al terminar la frase, la gárgola de piedra verde apareció reflejada tras él en el espejo, con los ojos encendidos. Samuel no se volvió. Solo cerró el diario y apagó la vela.
En la oscuridad, escuchó la voz de Eleanor, lejana y rota:
—¿Valió la pena?
Esta vez, con un hilo de voz, respondió:
—Aún no lo sé.
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