Principio y fin.

Principio y fin.

Josè Erazo

04/09/2025

 Al principio todo fue oscuridad, sin cielo ni tierra.  

Al amanecer abro una diminuta ventana y entra un rayo de luz. No alcanzo agradecer por la luz; su claridad muestra mi realidad absurdamente negada. Me hallo encerrado en una primitiva caverna donde el ambiente es seco y caluroso; impregnado de un olor húmedo y nauseabundo. Me asomo por la rendija y veo que estoy sobre la faz de un abismo; y al fondo, sobre un manto de aguas  verdosas se mueve una cruz flotando a la deriva. 

A este despreciable agujero fui transportado por fuerzas sobrenaturales, aniquilando las leyes de distancia y tiempo. No se trata de un sueño o la mera idea de un juego; es incontrovertible la existencia de otra dimensión. Cuando fui engullido por el engendro, creí que la droga que había manipulado me causaba  una alucinación. Como si estuviera en la cabina de un avión, me transportaba a una velocidad increíble; junto a reptiles pegajosos y simios agresivos que me rozaban, y que paulatinamente iban desapareciendo ante mis ojos. Por instante quedé solo dentro de la gigantesca criatura; inmerso en una bolsa de líquido espeso. Hasta sentir que era expulsado 

 Aquí comprendo que el juego motivado por la venganza apenas comienza. En mi condición de jugador pasivo, trato de entender el significado de las palabras de mi socio: 

«Si tu debilidad aleatoria es Condenado, vivirás desde el principio de los tiempos y morirás sin primavera».

Rendido, me dejo caer al piso; el peso de mis pensamientos es mayor que el de mi propio cuerpo. Cada respiro me avisa que mi futuro es incierto, y que es inviable la proposición:

«Es una promesa de pistas si logras que el daño no te afecte demasiado».

Dudo si estoy con vida, aquí en esta prehistórica cárcel fantasma de la pagana ciudad de Arkhan; sin embargo, de acuerdo al juego que fui forzado, mi muerte real sucederá el Viernes Santo de 2026, el año sin primavera.

Fue la mañana y la tarde del primer día de escritura.

Ricardo, mi socio, fue quien me lanzó a este infierno para desarrollar su juego de terror y mi supervivencia consiste en idear mi propio juego, sin tener una mínima pista para ello.

Era habitual seguirlo sin preguntar; Ricardo lo tenía todo calculado: a quién, dónde y cuándo ver para plantear alguna transacción comercial. Mi única misión era estrechar la mano del nuevo cliente en caso de cerrar satisfactoriamente el asunto de negocio, lo hacía porque Ricardo no acogía la mano de un extraño entre las suyas; pero en aquella oportunidad, hace tres días, algo me decía que desconfiara de él. Eran las 6:30 pm cuando salimos de Long Wharf, donde está ubicada nuestra oficina, cerca del puerto de Boston. Abordamos su Mercedes y condujo hasta llegar frente a un edificio antiguo donde se detuvo. De la vetusta vivienda salió un fornido hombre totalmente cubierto de amarillo; usando overol, tapaboca y anteojos. Con lentitud, pegado a la pared, dio cinco pasos a la izquierda y empujó la puerta corrediza de lo que parecía ser una cochera. Desde unos 15 pies de distancia nos observó detenidamente y luego entró de espaldas, e inmediatamente salió arrastrando una rudimentaria carreta de madera. 

Ricardo metió el automóvil en la oscura y angosta cochera; y a pie, nuevamente en la calle, vimos a la figura ocre del carretero que se alejaba con rapidez.

Ricardo movió su cara hacia mí y preguntó:

―¿Sabes dónde estamos?

―Supongo que no necesito saberlo ―dije.

―Esta es Crane Street. Sígueme, Manuel.

Y le seguí. Por eso me encuentro en esta prisión. Será el segundo día aquí.

Al llegar la luz matutina, pego mi frente a la pared y por la rendija puedo mirar hacia la profundidad. Sigo mirando y puedo ver que de manera inexplicable se separan las aguas, surgiendo una expansión de rocas. 

Fue la mañana, tarde y noche del segundo día de encarcelamiento.

Hace cuatro días caminaba junto a mis silenciosos guías. Ricardo y yo habíamos alcanzado al grueso carretero, quien continuaba con el rostro semioculto por el tapaboca. La oscuridad de la noche amenazaba con caer y percibí tambaleantes figuras humanas moviéndose entre las sombras, muy cerca de nosotros. El carretero apuró el paso, continuando por Crane Street sin desviarnos. Al final de la calle destacaba una enorme iglesia gris. De lóbregos callejones iban saliendo más siluetas humanas; algunas se arrastraban, otras caían y paraban. Quienes seguían en pie se iban aglomerando detrás de nosotros, a medida que el caminar se hacía pesado por la inclinación de la calle. Volteé y los vi más cerca de nosotros; eran docenas de zombis que caminaban pasando sobre los cuerpos de otros que se agitaban en el pavimento.

Acurrucado en un rincón de la cueva, mientras recuerdo los acontecimientos de aquella noche, un repentino zumbido entra en mi cabeza y el corazón deja de latir. Tengo la sensación de que la materia de mi cuerpo se está esfumando; es la segunda vez que sufro el fenómeno. La caverna se convierte en un recinto ingrávido y espero a que aparezca la boca del monstruo. Me siento mareado y por segundos pierdo el conocimiento; reacciono cuando un súbito peso hace doblar mis rodillas, y caigo. Ahora la cueva parece una modesta y limpia habitación. Veo que hay enseres que hace rato no estaban; y entre ellos hay un baúl recién pintado de color mostaza, que antes he visto. Me paro, me dirijo al cofre y lo abro. Dispersos y mezclados con anticuadas herramientas de oficina, veo varios libros maltratados por el uso; algunos sobres sellados y gran cantidad de viejos recortes de periódicos, pero llamativo, hay un ejemplar totalmente nuevo de la revista Playboy con fecha de hace cincuenta años, enero de 1976, que muestra en su portada a una pelirroja que deja ver sus senos y usa ajustados pantalones negros. Más allá, al final de la estrecha caverna veo una mesa de tres patas y sobre ella, sellada e intacta, está una caja de pizza Little Caesars y una botella de Coca-Cola.

En un lapso de tiempo imposible de determinar transcurre la noche. La luz del día me encuentra doblado en un recoveco de la caverna con el hambre torciendo mis tripas.

Me levanto y por la ventana veo hacia abajo. Extrañas criaturas esparcen polvo sobre la expansión descubierta, y entonces veo la tierra y las aguas; luego siembran semillas que hacen brotar árboles con flores y frutos.

Llega la tarde con hambre y sed; y decido ir hasta la mesa de tres patas. Fue la tarde y la mañana del tercer día encarcelado. Ya es de noche y mi estómago procesa alimentos provenientes de hace medio siglo, o de miles de años más adelante.

Cinco días atrás, seguidos por una multitud de muertos andantes, Ricardo me dijo:

―Ellos vienen a buscar el fentanilo que traemos. Solo a diez le entregaremos, pero dentro de la iglesia. Tú eliges a quién dar.

El hombre del overol amarillo corrió a abrir una hoja de puerta. Entramos apresuradamente y pude olfatear podredumbre. Cadáveres, miserables despojos humanos esparcidos en el ambón me indicaban lo que iba a suceder. No estaba preparado para presenciar tal barbarie.

―Toma las píldoras y sube al púlpito ―con voz irreconocible me ordenó Ricardo.

Tomé el puñado de píldoras con manos temblorosas y subí tres escalones esquivando cuerpos descompuestos. Los adictos trataban de llegar a mí, pero el dúo que me acompañaba lo evitaba. Armados con pistolas automáticas disparaban a las cabezas de los zombis; yo no daba crédito a la masacre que ocurría. Cuando no hubo adictos en pie, Ricardo me dijo con voz natural:

―Listo, Manuel. Las píldoras las tiras a quienes quedaron afuera. Con estos no valía la pena. Eran basura, como la varilla de un cohete de pirotecnia que cae a tierra después de dar luces multicolores en el cielo. ¡Vámonos! 

Yo estaba exhausto, sin querer pensar; a duras penas caminaba y Ricardo continuaba hablando:

―Trato de postergar la fecha, Manuel. Hoy me percaté de que será imposible; por más que los elimine, la cifra sigue creciendo. Llegará el fin cuando un tercio de la población sea adicta.

En la cárcel llegó otra noche y dormí. Habían pasado tres días y comenzaba el cuarto. No despunta el alba cuando me paro a ver. 

Del cielo que se oculta, solo atisbo oscuridad. Miro al horizonte y observo lumbreras en la expansión de tierra y parte del mar.  No me canso de apreciar aquello que la luz mete a mis ojos, pero dentro de mi cabeza siguen pasando las imágenes de las cabezas explotadas, manando sangre y materia gris; lo que me lleva a seguir narrando el curso de los acontecimientos de aquella horripilante noche, hace seis días.

Entramos a la incómoda cochera y vi el Mercedes de Ricardo; por un segundo, no más, suspiré con alivio. Con la linterna de su teléfono, Ricardo alumbró hacia la pared de fondo, dejando a la vista lo que podía ser la primera cortina metálica fabricada por Alberto Santamaría.

―¡Abre y entra, socio!

Sin vacilar acaté la orden de Ricardo. Por segunda ocasión le escuchaba ese tono y por primera vez me llamaba socio.

Una vez adentro, por sí solas encendieron las luces y Ricardo hizo señas para que me sentara, conforme él lo hacía. Allí supuse que era conmigo la cita prevista; no había un cliente para esa noche. Y de una vez me abordó.

―¿Quieres hablar, Manuel?

―¿Sobre qué?

―De lo que haces a mis espaldas, de la manera en que me robas, de cómo has amasado una fortuna haciendo tratos fraudulentos con mis clientes.

―No sé de qué me hablas, Ricardo. Sabes que te admiro y que te sigo a ciegas.

―Escúchame con atención, Manuel. Te traje hasta acá para mostrarte hasta dónde puede llevar la codicia. Esta sala y el área que sirve como cochera eran un establecimiento comercial que pertenecía a mi abuelo materno. Un anticuario y casa de empeños que él manejó durante varias décadas. Todo lo que ves aquí ha permanecido intacto desde 1976. Y tal como yo te tengo, él contaba con un joven ayudante llamado Peter, a quien le enseñó casi todo. En enero de 1976, el mismo día de mi nacimiento, mi abuelo desapareció misteriosamente. Nunca más se le volvió a ver. ¿Qué crees que le pudo pasar?

―Ni idea, pero lo lamento mucho, Ricardo.

―No te lamentes aún. Mira a tu alrededor, concéntrate en eso . ¿Qué te parece esta sala?

Ricardo había notado mi vista evasiva. Lentamente fui observando el mobiliario y las paredes de la sala. Por lo reluciente, se parecía a un local inspirado en viejas películas, con muebles de fórmica amarillo pastel y maquinaria de oficina usada a mediados del siglo veinte. Una pared estaba llena de fotos y carátulas de libros enmarcados en aluminio; uno de ellos era Le sub-space, de Jerome Seriel, con una foto del mismo Jacques Vallée al lado. La pared opuesta la abarcaba una biblioteca con muchos libros apilados sin orden alguno y varias cajas selladas. En un rincón, parcialmente tapado por un mantel navideño, estaba un baúl color mostaza.

―Aquí mi abuelo investigó sobre mitos, leyendas y nuevas teorías científicas. Todo lo fue armando como un rompecabezas, a manera de un juego. Y poco a poco fue adquiriendo conocimientos por medio de visiones que las prácticas lúdicas mostraban. Probablemente en el desarrollo de uno de sus juegos, mi abuelo desapareció del mundo que conocemos, dejando todo como lo ves ahora; y aunque no lo creas, aquí el tiempo se detuvo el mediodía de aquella fecha. Tengo bases para conjeturar que entró a otra dimensión, desafortunadamente infausta para nuestra comprensión del bien y el mal. Ese claro y oscuro del que no tienes misericordia, Manuel. ¿O piensas que al leer la Biblia estás salvo?

Ricardo hizo una pausa y me miró; no pude sostener la mirada y bajé la cara.

―Diez años llevaba mi abuelo desaparecido cuando salió a la luz pública el juego de horror que  practicaba. ¿Sabes quién dice haberlo inventado?

―Como ya lo sabes, no soy aficionado a los juegos de mesa y menos al terror. Al respecto, soy un escéptico, un incrédulo.

―Pues, la respuesta era obvia. Fue el joven ayudante de mi abuelo, el tal Peter.

―¿Y en qué me afecta toda esa explicación?

―Muy sencillo, sales por esa puerta y vas a tu casa siendo un traidor; o comenzamos un juego para que demuestres que me sigues sin cuestionarlo.

Pensando que había entrado en un callejón sin salida, llega la tarde.

Fue la tarde y la mañana del quinto día en la caverna.

Al sexto día, desprendo tres ladrillos de la parte inferior de la rendija y agrando la ventana. Entra una eventual llovizna; lavo mi cara mirando al cielo abierto por primera vez. Bajo la vista hacia la tierra y veo gente caminando hacia la cruz, ahora dispuesta firmemente al extremo de la expansión. Escucho un ruido detrás de mí y volteo a ver; es el sonido de una puerta enrollable que abre. Una cortina metálica, idéntica a la del anticuario ubicado en el viejo edificio de Crane Street. 

Del otro lado de la puerta se encienden las luces y percibo que hay un hombre mirándome. Lo reconozco, a pocos metros, con las manos apoyadas en el escritorio, Ricardo me observa detenidamente; su cara asoma interrogación y desconcierto. Mueve la cabeza como quien quiere sacudir una idea, y habla con su extraña voz.

―Pasa, Peter. Te veo cambiado, pero eso no importa, quiero contarte algo.

Entro a la misma oficina de hace una semana y me coloco en la misma silla, esperando escuchar sobre la segunda jugada. Las cartas están sobre la mesa, pero Ricardo, en vez de tomar el mazo y sacar una baraja, lo guarda en un pequeño cofre de madera. Y sale la voz.

―Hoy leí por tercera vez el libro “En la noche de los tiempos” y estoy dispuesto a explorar el horror cósmico para comprobar la fragilidad de esta realidad, la que nos presenta la inteligencia humana. Somos criaturas insignificantes, Peter. Animales primitivos ante un universo poblado por entidades y fuerzas mucho más grandes de lo que podemos imaginar. Inventamos historias para sustentar nuestras creencias; tal como el Necronomicón es un grimorio ficticio, pero creemos tanto en eso que se vuelve real. Por ejemplo, yo creo que somos una imagen de nuestros antepasados sin saber quién es el primogénito, porque el tiempo es independiente e ilimitado, que excluye cualquier relación. Entonces somos tres personas a la vez: el antepasado, el yo y la imagen. Bajo esa concepción he llegado a tener una percepción diferente del universo que nos rodea. Mi propósito es salir de este mundo tan falso, hipócrita y espurio. Y tú, Peter, esta vez no andarás detrás de mí, tendrás el honor de ir delante de mí.

Pretendo aceptar que es una ilusión de memoria, un déjà vu; pero no es así, al nombrarme Peter, estoy seguro de que no proviene del mismo Ricardo. Detrás de gruesos anteojos, un ajeno color grisáceo me lo dice; no son los ojos del mismo hombre que pocos días atrás me llevó a la oficina de su abuelo y me dijo esas mismas palabras.

Ahora el extraño hombre, sin apartarme de su vista, agarra un manojo de barajas, saca tres cartas y continúa hablando:
―Por medio de estas cartas entrarás a una dimensión desconocida. Participarás con un objetivo contrario al original. El juego lo comenzaremos a las doce del mediodía.

―Siempre tres, Peter. En una encrucijada pudiste elegir, aunque las opciones eran igualmente malas. Ya entiendes la maldición del poder y, por último, te falta conocer a tu aliado, quien contigo quiere compartir sus tres secretos.

Intento salir del desconcierto, pero los ojos del hombre me hechizan y mi respiración se corta; trago el aire con desespero sin lograr meterlo a los pulmones. Ya no veo brillo en los ojos grises y mi cuerpo se sacude con un sobresalto que me levanta de la silla. 

Estoy ansioso de abandonar el recinto. El miedo no me deja avanzar hasta que escucho la voz natural de Ricardo.

―Anda, afuera llaman. Te espero aquí, Manuel.

Sobra mi intención, sin dar orden a mis piernas, empiezo a caminar como autómata. Salgo del recinto y aparece la cochera con el flamante Mercedes CLA 250 en posición de salida.

Afuera, en la calle, veo al fornido carretero y de mi boca sale una interrogación:

―¿Quién eres?

―Soy el profeta, a quien esperan. Tú, que lees la Biblia, debes saberlo, pero debes llamarme Sr. Torre. 

Pienso en el ser maligno, que, según san Juan, aparecerá antes de la segunda venida de Cristo, y no creo que sea ese hombre; sin embargo, lo que está ante mis ojos es aterrador. El caos se ha apoderado de la ciudad; reina la confusión y el desorden. Con desesperación miro al carretero y le pregunto:

―¿Qué ha pasado?

―La gran conflagración. Este año 2026 no es solo un año de destrucción, sino un año de verdades. El viernes 20 de marzo, a las 14:46 llegó la primera señal, indicando que esta vez no habría primavera. Hoy es 3 de abril, Viernes Santo.

―¿Y qué pasará hoy? ―pregunté.

―Lo averiguarás. Ve tú adelante, hoy serás quien empuje la carreta. Yo te sigo.

Llegó a la iglesia llevando una cruz sobre la carreta. El templo está en ruinas, no hay pilares, ni puertas, ni púlpito. Más adelante veo una expansión de tierra en medio del océano y una enorme cruz que se erige donde termina la superficie firme. Una muchedumbre se agita haciendo que la tierra parezca una barca a punto de zozobrar, mientras del cielo caen bombas arrasando con la tercera parte de todo lo vivo.

―Tú no esperes a un salvador ―me dice el Sr. Torre.

―¿A quién entonces?

―Alguien se presentará para abolir la palabra fe. Es el tercer secreto; ya no hay nada oculto, queda desvelado el juego de terror. Se cumple el objetivo final.

―¿Qué pasará conmigo?

―Permanecerás como lo fue en un principio, en la oscuridad. Donde nadie se arrepiente de sus homicidios, ni de sus hechicerías, ni de su deshonestidad, ni de sus robos. Y después de eso, ¿sabremos seguir fingiendo que somos humanos?

FIN

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