Tita llevaba cinco horas hundida en un barro maloliente casi hasta la altura de las rodillas. A pesar de los guantes, tenía las manos rajadas de aferrarse a las raíces retorcidas del mangle y de meterlas en el fango buscando conchas. Mientras contaba y repasaba con sus dedos, hacía cuentas, pero dos docenas de piangüa no alcanzaban ni para comprar arroz. Que iba a decir su madre, que hacia lo mismo al otro extremo del estero. La marea ya empezaba a cambiar y el viejo recipiente de lata, donde quemaba pedazos de plástico y estopa de coco para ahuyentar los zancudos, se estaba apagando. Poco tiempo después un enjambre de jejenes le zumbaron en las orejas, le picaron los parpados, la nariz y hasta en la boca.

Esa mañana había dejado de ir a clases por acompañar a su madre. Era la menor de tres hermanas y la única que ahora estaba con ella. Francisca, la mayor, una morena alta, regordeta y malgeniada, había conseguido marido muy joven y se había marchado lejos de la casa, cuando Tita solo tenía cuatro años. El marido nunca pudo preñarla y ella lo abandonó pronto. Después se supo que tuvo tres hijos varones, y que uno de ellos había muerto al mes de haber nacido. Por último, les llegó la noticia de que Francisca había sobrevivido a la leishmaniasis y había puesto una tienda, cerca de un campamento de minería, donde las retroexcavadoras día y noche sacaban oro del lecho del rio Naidí. La otra hermana, Rubiela, vanidosa desde muy niña, cuando descubrió que a pesar de su edad atraía la mirada de los hombres al bañarse en el rio, se cansó de recibir azotes de su madre, cada vez que la veía andar de moza con bandidos. Un diciembre, sin despedirse, se marchó con un novio a la ciudad. Al tiempo una prima les reveló que andaba de zunga por Chile.

La marea seguía subiendo. Tita, desesperada y cansada, empezó a gritar para que la escuchara su madre. No recibió respuesta. En su mente seguía haciendo cuentas. Balanceaba que espejo prefería más, Rubiela en Chile o Francisca en Naidí. En definitiva, no quería seguir la vida de su madre, ni desgastar sus años en ese lugar, lejos de nada. No encontraba alivio. Sabía que su padre no era el mismo de sus hermanas. El de ellas había muerto ahogado en una faena de pesca, atrapado junto a sus compañeros por una tormenta en el mar. De su padre nunca supo mayor cosa. Por una tía, se enteró que su madre había trabajado un tiempo de empleada doméstica en Cali y a los dos años regresó preñada, con una amargura en el rostro que solo le curó el olor a campo, la playa larga frente a la casa y el sonido del mar.

Escuchó el burbujeo de las olas contra el manglar, el canalete silbando al romper el mar y se alegró porque sabía que era su madre. Al ver su silueta de pie, en equilibrio perfecto sobre el potrillo, el humo del cigarro apretado en la boca, el sombrero tejido y un greñero encanecido cubriendo sus orejas, se alegró tanto que casi lloró. Entre ambas habían recogido cuatro docenas de piangüas. En sus cuentas era preferible prepararlas para la comida de despedida entre las dos que venderlas.

Tita recordó que, en la mañana, su madre la despertó para decirle que iba al raicero a trabajar y le dejaba algo de comida sobre la mesa. Le había envuelto en hojas de plátano, un trozo de pescado ahumado y dos tajadas grandes de papa china. Sobre el fogón apagado había una olla que contenía café endulzado con panela. Su madre le acarició el rostro. En ese momento, detrás de esa expresión seria y endurecida por los años, Tita encontró en la mirada de su madre una breve señal de fragilidad y afecto que le estrujó el alma. Por eso quiso acompañarla. Estaba a punto de terminar el año escolar y faltar a clases no hacia diferencia. Sabía que se graduaría en un mes y quería seguir estudios en la ciudad.

Al salir del estero había otras mujeres que también regresaban del raicero. Entre las voces cansadas se escuchaba:

ronca ronca canalete para llegar abuyaee, a sacar la piangüa abuyaee abuyaee

ronca ronca canalete pa´regresar abuyaee, a vender la piangüa abuyaee abuyaee,

ronca ronca canalete pa´volver abuyaee, desde el raicero abuyaee abuyaee,

ronca ronca canalete que ya llegué abuyaee, como el aguacero abuyaee abuyaee.

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