Como Norma Desmond en “Sunset Boulevard” o Blanche Dubois en “Un
tranvía llamado deseo”, la señora Stone hacía ya tiempo que
había dejado atrás su primavera. Caminaba por Ricardo Soriano
camino de una zapatería con el aire propio de quien fue una belleza
en otro tiempo. Lucía una impecable pamela roja que cubría su
rostro lleno ya de arrugas y un vestido blanco de lino que aún
definía su delgada figura, gafas de sol grandes y el andar elegante
que jamás había perdido.
El sol brillaba en
esas mañanas de primavera donde el sol de Marbella solo se parece al
de Rodeo Drive en Hollywood. La Costa del Sol es lo más parecido a
California que existe en el mundo. Unos extranjeros horteras con
chanclas y calcetines acariciaban aceras sin prisa cerca del parque
haciendo fotos mientras algún taxista alborotado salía de su coche
para discutir con el conductor de un coche de caballos que invadía
su plaza de taxista. Todo ese ruido le era ajeno porque la señora
Stone hacía ya años que caminaba pensando solo en su universo.
Demasiado tiempo que los hombres ya no se volvían a su paso pero
ella seguía pensando que era así y se daba el porte de las divas
que salen a escena.
Macarena Piedra, en
realidad, nacida en Mieres, cambió su nombre una mañana de Agosto
del 64 cuando leyó “La primavera romana de la señora Stone”, de
Tennessee Williams en una playa de Marbella. Tenía veinte años y un
pasado difuso. Nadie supo bien aclarar cómo llegó a Marbella y por
qué su rastro anterior se perdía. Durante treinta años, se hizo
llamar Karen Stone convirtiéndose en una excelente anfitriona de
fiestas en su chalé en la Nueva Andalucía. Marbella era una especie
de Arcadia feliz donde Karen se sentía en el cielo. Se hizo muy
amiga de Audrey Hepburn de quien siempre dijo que comía poco y
fumaba mucho. Su marido Mel Ferrer siempre se tomaba un Martini antes
de comer y el mismísimo Alfonso de Hohenloe quiso algo más que su
amistad. Le gustaba rodearse de chicos fuertes y más jóvenes que
ella, cuanto más jóvenes mejor que estaban a su servicio las
veinticuatro horas del día. Dicen los antiguos que Karen Stone en
realidad usaba su chalé como negocio para reclutar jovencitas que
enviar a los empresarios de éxito, políticos, jueces y demás
autoridades que acudían a sus fiestas. Extranjeros en su mayoría,
buscaban la discreción de Karen, luego con la fiebre del petróleo
aparecieron también muchos árabes que cubrían a las chicas de todo
tipo de lujos a cambio de formar parte de su harén.
Pero nada dura
eternamente y un día sin que se sepa aún exactamente cómo, la hija
del minero de la Poza Barredo en Mieres, huérfana a los quince y con
un pasado por descifrar, que había sido la más conocida anfitriona
de las fiestas marbellíes, desapareció de la escena como su siempre
admirada Greta Garbo y los focos se fueron apagando. Algunos siguen
diciendo que entró en desgracia cuando un americano magnate de la televisión llamado Donald, acudió a su
fiesta y los chicos de seguridad tuvieron que echarle porque estando
borracho intentó violar a una de las niñas que trabajaban para el
catering. Dicen que el tipo juró venganza y se encargó de amenazar
a Karen Stone de muerte. Poco a poco fueron desapareciendo las
fiestas y el brillo de aquel chalé quedó tan solo en el recuerdo de
los más nostálgicos. Muchos aún la recuerdan paseando siempre su
elegancia en algún descapotable cerca de Puerto Banús, pero ya en
el ocaso de su vida, a penas salía de su casa, alguna que otra vez
para comprarse un par de zapatos, su auténtica debilidad y cómo no
beberse su copita de Campari antes de almorzar.
Marbella hacía tiempo que había
cambiado ya de actores, ahora los que poseían los yates lujosos y el
dinero, siempre tenían más que ver con el tráfico de drogas o de
armas o de ambos y esos eran unos negocios que a la señora Stone
siempre le habían quedado demasiado ajenos.
Karen Stone volvió
de su paseo matutino con su bolsa de zapatos Manolo Blahnik, su
pamela roja y el porte distinguido que la caracterizaba, entró en el
Marbella Club y se sentó en la terraza a repetir el ritual diario.
El maître la saludó con una inclinación de cabeza: sabía que
era cliente habitual, aunque nunca había oído hablar de ella, sabía que era buena dando propinas y nunca hacía escándalo.
La
brisa marina le acariciaba el peinado impecable mientras
observaba el ir y venir de las nuevas caras: jóvenes dorados por el
sol, parejas de influencers, mostrando su impostado amor con sus
fotógrafos improvisados y el postureo como religión. Cada tanto,
ella cruzaba las piernas, con un gesto aprendido en otro siglo,
convencida de que aún podía detener conversaciones y atrapar
miradas. Daba una calada a un cigarrillo que fumaba con boquilla a lo
Audrey Hepburn en «Desayuno con diamantes» y suspiraba mirando al mar.
De pronto, en el hilo musical empezó a sonar “La vie en rose”
y Macarena pensó que un pianista la estaba tocando en su honor,
sintió un pequeño estremecimiento, su piel se erizó. Dejó la copa
con mimo en la mesa y se levantó con elegancia dando pasos cortos e
inseguros. Llegó hasta la barandilla y contempló el mar como quien
contempla su propio imperio.
Nadie la miraba… pero ella sentía todas las miradas atravesar
su espalda. En su mente, había destellos de cámaras, murmullos que
la seguían, y un susurro invisible que decía su nombre o creyó
escucharlo, un camarero joven, con la bandeja suspendida en el aire,
le sonrío. Quizá estaba sorprendido por su porte, quizá intrigado
por su edad, quizá simplemente esperando que se apartara del
paso…Macarena sonrió con esa sonrisa perfecta por la que el tiempo
nunca había pasado y que había derribado tantas voluntades. Y en
ese instante —o en su recuerdo de ese instante— las luces
volvieron a encenderse, los destellos de las cámaras volvieron a
cegarla, y Marbella entero la miró de nuevo.
Rubén Moreno
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