El sol empezaba a caer entre los árboles del parque, tiñendo el cielo de un naranja suave. Ren y Ayaka caminaron en silencio, como si las palabras hubieran sido suficientes por hoy. No había prisa.
De pronto, Ayaka se detuvo y se inclinó para recoger una pequeña hoja seca que había caído a sus pies. La sostuvo entre los dedos, como si quisiera decir algo, pero no encontró las palabras.
—¿Sabes? —dijo al fin—. A veces pienso que las personas somos como estas hojas. Creemos que el árbol es eterno, pero llega un momento en que tenemos que soltarnos para descubrir dónde nos llevará el viento.
Ren la miró. En otro momento, aquella frase le habría parecido demasiado optimista o ingenua, pero hoy no. Hoy algo en su interior empezaba a entenderla.
—Supongo que yo estuve demasiado tiempo aferrado a mi árbol —respondió con una leve sonrisa.
Ayaka sonrió también, pero no insistió. Solo siguió caminando a su lado, dejando que el silencio se llenara con los sonidos del parque: un perro ladrando a lo lejos, el crujido de las ramas bajo sus pasos, la vida cotidiana que seguía ahí, imperturbable.
Cuando llegaron al final del sendero, Ren levantó la vista. Entre las copas de los árboles, una franja de luz dorada caía sobre el suelo, iluminando el camino justo delante de ellos.
—Tal vez… este es un buen lugar para empezar —dijo Ren, más para sí mismo que para ella.
Ayaka no respondió, pero su mirada cómplice bastó. Y en ese instante, algo en el pecho de Ren se sintió más ligero. No era que Mika se desvaneciera, no. Era que su recuerdo comenzaba a encontrar un sitio donde doler menos.
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