Me llamo María.

María, Mari, Marucha, Marita, Mery, María de la O, Mar. Como queráis, de verdad. Me valen todos ellos. Todos, menos uno. El auténtico, el completo, el pesado, el condenatorio.

Sí, condenatorio. O predictivo. O maldito.

Me llamo María.

María del Mar de Dudas.

Original, ¿verdad? Único, diferente, sobresaliente, infinito, eterno, difícil.

Infernal.

Absolutamente representativo, según mi madre, pues dice que así estaba ella en el instante en el que me vio por primera vez, roja y llorona y ensangrentada. En un mar de dudas.

Mi padre estaba en otro mar, el de verdad. Perdido entre olas gigantescas y salmones como caballos, o eso decía él. Así que no pudo salvarme de mi destino, ese que mi madre sentenció con el curioso nombre.

“Duda” me ha llamado ella desde ese día, o Dudita, si la tarde en cuestión estaba yo especialmente enfurruñada y quería hacerme rabiar.

Mi padre tuvo la deferencia de llamarme siempre Mar. Mi abuela lo dejó en María del Mar. Ya bastante había discutido con mi madre sobre el tema. Y en el colegio había un poco de todo: Duda, Pregunta, Interrogación, eso era lo normal. Luego empezó a valer cualquier cosa, Exclamación, Diéresis… hasta Sentencia llegaron a ponerme de mote, ese mísero día en el que comenzamos a aprender sintaxis en Lengua Castellana y Literatura. No sabíamos del todo lo que significaba, pero sonaba terrible.

No fue hasta los quince, cuando me cambiaron de instituto y gané, por fin, la batalla, que conseguí amigas (mis primeras amigas) que me llamaban Mery. Los profesores me llamaban María, gracias a que, bien a escondidas de mi madre, rellené la solicitud de matrícula con mi nombre incompleto. Hay que tener en cuenta que con lo pequeños que son los espacios en este tipo de formularios, era absolutamente imposible que yo consiguiese introducir las dieciocho eternas letras, con sus cuatro espacios, en semejante y reducido hueco. ¿Dónde puede meter uno veintidós caracteres? No en un formulario oficial, eso está claro.

No sé qué más contar. Llegó la universidad, que pasó bien pero rápido, como un suspiro que te deja nuevo y sin aire. Dudé qué carrera estudiar. No, no dudé. Yo analicé razonadamente a qué dedicar el resto de mi vida, y al no llegar a ninguna conclusión, me inscribí en todas las carreras disponibles del país para decidir, firmemente, matricularme en aquella que primero me aceptase.

Eso es como dejar que Correos eligiese por mí, diréis, pero no. Mi método era eso, un método, como otro cualquiera. Terminados los estudios, me lancé al mundo laboral y envié al menos quinientos currículums en una semana. Hice doce entrevistas y sólo en una me cogieron. Así, empecé a trabajar. En este caso, el trabajo me eligió a mí, diréis. Pero no, es evidente que elegí ese trabajo, junto con otros cuatrocientos noventa y nueve posibles.

Estuve ocho años trabajando en la misma oficina. Me levantaba cada día a las siete menos cuarto, desayunaba café con leche y dos tostadas, me vestía, me aseaba, me maquillaba y me iba a trabajar. Al salir, a las cuatro de la tarde, me volvía dando un paseo a casa, un paseo que nunca era el mismo. En invierno veía atardecer a través de la neblina que el vaho formaba frente a mi cara, en verano sudaba irremediablemente apenas recorridos los primeros veinte metros. En otoño, simplemente respiraba tranquila y escuchaba música.

Hace tres años me casé con un hombre que conocí hace cinco. Amigo de una amiga, me invitó a salir, me hizo reír, me invitó a comer, me llevó al teatro, me susurró al oído, me hizo un regalo, me cogió de la mano, me secó las lágrimas, me acompañó en mi paseo, me hizo reír otra vez y me preguntó que si quería casarme con él.

No supe qué contestarle en ese momento.

¡Pues claro que sí! gritó mi abuela.

Mi padre sólo asintió.

Yo miré al amigo de mi amiga, y parpadeé. Fue un parpadeo largo, lento, eterno, y por supuesto, afirmativo. ¿No habéis visto nunca una mirada que dice “sí”? Yo tomé la decisión y mis ojos, simplemente, se encargaron de lanzarla al mundo. No hizo falta que pronunciara mi deseo.

Las miradas hablan, eso lo tengo claro. Y por eso resulta muy triste que yo no pueda ver nada en estos ojitos que tengo delante. Tal vez sean mis lágrimas desconsoladas, que no me dejan ver…

He tomado muchas decisiones en mi vida. Aunque no eligiera mi nombre, ni a mis amigas, ni mi profesión, ni me trabajo. Aunque el amor viniese a buscarme sin que yo correteara tras él como una adolescente. Mi vida es mi opción. O eso creo.

Y es que… ¡sólo faltaba! Que una mujer llamada María del Mar de Dudas no lo tuviera claro. Sí, estoy segura. No decidir es también una opción, a veces. No dejar tu trabajo porque te encanta es una opción. Dejar que el azar elija, es una decisión. Querer a quien te quiere es… bueno, eso no es una decisión, es un privilegio, y no hay más que discutir.

Hay muchas, muchas cosas que tengo claras. Yo elijo seguir yendo al trabajo cada mañana, y renunciar a vivir perpetuamente junto a un chiringuito en una playa de Tailandia. También decido sonreír, y no sólo cuando me sorprende el atardecer más bonito del mundo detrás del parque en invierno, sino también cuando esa gotita asquerosa de sudor me baja por el cuello de la camisa en verano, porque así puedo ahorrarme el gimnasio sin remordimientos. O con menos remordimientos.

También he elegido devolverle todo el amor que se merece. Y he decidido formar una familia.

¿Me estoy autoengañando? Si los nombres pueden ser maldiciones o incluso predicciones de tu futuro, la verdad, Autoengaño me parece un nombre maravilloso. ¡Una vida en la inopia, sin complicaciones! Autoengaño, Persuasión, Alegría, Calidez, Paz… de verdad, no entiendo cómo mi madre no pudo tener apenas una pizca de imaginación. O por qué demonios tuvo tantísima.

Y es que, a quién quiero engañar. No me he sentido más unida a mi madre jamás. Aquí delante estás tú, roja, llorona y ensangrentada. Y tengo que decirlo, estoy en un auténtico mar de dudas.

Siento que vas a ser mi primera decisión, pequeña María.

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