El amor (in)condicional

El amor (in)condicional

Andrea Tovar

17/04/2018

Llevo tanto tiempo llorando que ni siquiera recuerdo cuándo he empezado.

Sé que he ha habido momentos de todo tipo de llanto. Del fluvial, cuando las gotas descienden en cauces hasta la barbilla y se precipitan al vacío. Del de secano, cuando hace falta mucha cantidad de líquido para reunir una sola lágrima y parece que no vas a poder soltarla nunca y, si lo logras, te sientes hasta liberado, como al vaciar las tripas en la taza del váter. Del histérico, que suena con la i todo el tiempo: iiiii, iiiii, iiiii, y si balbuceas también usas la i, pirquí, pirquí, pirquí tidi mi pisi i mí, mientras tus hombros convulsionan frenéticamente y ahogas gritos de rabia poniéndote entre las mandíbulas un cojín o un brazo; o exhalándolos en caso de estar solo, para asombrarte de lo ridícula que suena tu pena, de lo insignificante de tu desgarro si tú mismo puedes separarte de él y mirarlo desde fuera y juzgarlo así, así de absurdo.

Al final, después de pasar por todas estas fases de llanto, uno se cansa.

Así que estoy tirada en el césped del parque. No quiero volver a casa. Se me está quemando la punta de la nariz. Es prácticamente lo único de mi cara que las gafas opacas de súper estrella dejan ver. Me he colocado los auriculares para escuchar algo que no sea mi estúpido dolor. Me dejo balancear con el de los demás: las voces quebradas. En ocasiones despunta un acorde alegre de la lista de reproducción; y yo, según me pille, cambio de canción instintivamente o la dejo sonar y me quedo mirando sin expresión las nubes del cielo.

Ahora pasa una con forma de península ibérica. Le han arrancado Portugal y han emborronado las Baleares con el índice, pero es España. España se mueve hacia la izquierda muy rápido. El resto de nubes que vienen por la derecha tienen forma de islas más o menos grandes: como Hawái o como Madagascar. No puedo ubicarlas porque no sé mucho de Geografía. Solo conozco la forma de mi país. Normalmente, con eso basta. No me han enseñado a mirar más allá de mi ombligo. Quizá si supiera identificar los árboles que están ahora en flor, esos de color rosita, lloraría menos y de menos maneras. Para mí, el mundo real es el de la pantalla. Lo echo de menos a cada rato. Aun inmersa en la peor crisis de mi breve historia personal, saco un segundo para pensar en cómo quedaría mi llanto con tal o cual canción de Spotify de fondo.

Sí me acuerdo de cuándo ha empezado.

El llanto.

Al principio ha sido del explosivo -una variante del histérico-: cuando explota el géiser y tienes que ponerte a cubierto. He agarrado rapidísimo la mochila para irme de la terraza a toda pastilla. En apenas medio minuto tenía empapados los mechones de pelo más cercanos a la cara.

Todo iba bien -relativamente bien, vaya, del tipo de «bien» que antecede a un llanto explosivo, un bien tirando a como el culo-. Tomaba café con leche. Frente a mi mesa individual había otra mesa enorme. Una agrupación de mesas, más o menos siete como la mía, una al lado de otra,

pim, pim, pim, pim, pim, pim, pim,

hasta conformar una mesa mucho más grande,

pam.

Se notaba que había tantas por las patas, solo por eso, pues un camarero las había recubierto con un mantel blanco gigante y compacto. Parecían una.

No he prestado excesiva atención a la mesa, he dado por supuesto que algún grupo vendría a almorzar a la terraza en un rato. Sí que he sentido un ligero pinchazo de envidia al pensar que me gustaría ser una de esas personas. O una de esas mesas.

Cuando el grupo se ha materializado ha explotado el géiser por dentro.

Una procesión de sillas de ruedas, con personas desencajadas dentro de su cuerpo, que presionaban botones para avanzar entre sonrisas. Les acompañaban algunas mujeres mayores y sonreían también. Todos sonreían porque iban a comer juntos y hacía un solecito de abril muy agradable. Y tenían suerte. De tenerse unos a otros y de poder compartir el día.

Quince segundos, calculo. Si hubiera sonado la canción de Spotify, no habría llegado al estribillo. Me he ido corriendo porque iba a empezar el llanto histérico y es demasiado llamativo para llevarlo a cabo en una terraza llena de gente.

No me ha quedado más remedio que asistir a mi propia pena, sin entenderla en absoluto. Un llanto así, un llanto asá.

He sacado un folio para anotar los pensamientos que me hacían llorar más fuerte, intentando trazar un mapa de ruta. Porque si alguien se acercaba a preguntar qué narices me ocurría, no habría sabido qué decirle. «¿Que… quiero ser una mesa?». No habría tenido ningún sentido.

Lo primero que he apuntado es: «Me dan envidia los discapacitados». Lo he escrito en mayúscula, como si quisiera recalcarlo mucho o me dieran mucha envidia. Luego he pensado si era ofensivo designarles con ese término. Igual que no conozco qué tipo de árbol está en flor en abril, no sé cuál es la acepción políticamente correcta para ellos ahora mismo. No quería ofenderlos, por nada del mundo. De hecho, por primera vez les veía, más allá de esa compasión tonta, ese impulso egoísta de acordarte de lo afortunado que eres tú por no ser ellos. Por fin les contemplaba en su plenitud. La complejidad y simpleza aplastante del amor que eran. Del amor que les profesaban sus seres cercanos. Las lecciones que podían enseñar con su mera existencia, sin lucha, sin traba, rendida a algo más fuerte que una voluntad empecinada.

También he garabateado: «te fuiste. Una / dos / tres veces / mil veces». Y a la derecha: «por qué iba a querer a nadie / para qué».

Llevo horas de esta guisa, cazando espinitas, y el folio está lleno.

No tengo más folios.

Lo aparto y sigo con las nubes hasta que me canso también de eso y me fijo en una pareja del banco de enfrente.

Ella está de pie. Lleva camisa de flores hawaiana, de mi isla pequeña del cielo, vaqueros negros, deportivas blancas. El pelo, igual de negro que los vaqueros, le llega por los hombros. Se lo recoge en un moñito que traza una línea divisoria horizontal en su cráneo. Es la mezcla perfecta de niña y adulta. Saco el teléfono móvil y hago zoom con la cámara para apreciar mejor los detalles de su cara.

El chico que está a su lado escucha su perpetua diatriba y la observa caminar de acá para allá, dar traspiés, reírse, llevarse las manos a la cabeza, fumar como un cowboy. Cada vez que ella da una calada al cigarro, él la imita muy deprisa. No oigo de qué se queja la chica entre lamentos fingidos. Prefiero no comprobarlo e imaginarlo, con mi música de Spotify en los oídos. Estoy casi segura de que ella le cuenta algún problema sentimental. Él finge empatizar. Pero yo le oigo pensar.

«¿Por qué no quieres follar conmigo?».

Mientras él asiente, suelta monosílabos, fuma y ríe con ella; en realidad solo alcanza a admirar la camisa hawaiana y las piernas ceñidas en los vaqueros y su pelo reluciente y oscuro y preguntarle sin voz:

«Por qué. Por qué no».

Y ella, bla, bla, bla. Y él, ¿será por mi sudadera promocional del Pryca? ¿O es que acaso soy feo? ¿Es que soy feo, maldita sea? Te quiero. Te adoro. Qué guapa eres. Cómo te brilla el pelo.

Joder.

Rompo a llorar otra vez. Y no me queda espacio para apuntar nada en el folio. Me va a tocar entender sin ayuda del boli qué pasa ahora.

Intuyo que es porque ella debería follárselo a él, efectivamente, y no al capullo de turno del que tanto se queja. Ese capullo le estará echando polvos, pero el amigo de la sudadera del Pryca le haría el amor.

Este es el pensamiento más obvio. Pero no es lo que me hace llorar. Lo sé porque, al formular la idea, no se reactiva la tecla del líquido, sino que el ojo se me seca con brusquedad.

No. Lo que de verdad opino es que ella debería saber esto.

Ella debería saber que a él no le importa mucho lo que le cuente. Solo tiene espacio en la cabeza para evocar las posturas de amor en que le pondría, cuántas veces besaría cada uno de sus párpados.

Ella debería saberlo, me repito. Porque no lo sabe. No lo sabe. Debería saberlo.

Las lágrimas descienden hasta las orejas, mi cabello ya húmedo y el césped, dibujando unos surcos inviables en caso de estar de pie.

Es posible que me haya escapado un gemido, porque de pronto los dos me miran. No saben que también les miro a través de mis gafas negras de súper estrella, por lo que siguen haciéndolo con bastante descaro. Se ríen de mí y comentan algo. En un instante de auto-conciencia, entiendo que estarán haciendo una broma sobre la posición de mi cuerpo: tengo las rodillas en ángulo recto, las dos en la misma dirección, y los brazos estirados en diagonal. Parezco el monigote que pintan en el suelo con tiza blanca después de un crimen. Un cadáver de súper estrella.

Y yo pienso que esa risa, a mi costa, es lo único que los dos han compartido de verdad en todo este rato juntos.

Y les sostengo la mirada, aunque no me vean, sin alterarme ya más, porque sé una cosa que ellos no saben. Al menos eso.

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