El mundo cambió en una sola noche. Cuando el cielo se llenó de siluetas colosales flotando sobre las principales ciudades, eran una mezcla de platillos voladores/aviones, nadie entendió la magnitud del desastre que se avecinaba. Eran máquinas, titanes de guerra con una capacidad destructiva jamás vista. La Alianza del Amanecer, un conglomerado de naciones del sudeste asiático liderado por un gobierno autoritario, había pasado décadas desarrollando su tecnología bélica en las sombras. Ahora, su flota de aerodestructores «Némesis» descendía sobre Occidente con un solo propósito: la absoluta dominación. Las primeras horas en que el mundo se quedó observándolos atónitos fueron un caos total. Sistemas de defensa enteros fueron desactivados por ataques a sus computadoras de defensa. Las torres de control en las bases militares quedaron inutilizadas. El armamento convencional no servía contra aquellas naves enemigas, cuyos escudos absorbían cualquier proyectil lanzado que, al impactarlos, solo los tocaba y nada más. Solo un puñado de pilotos logró despegar antes de que sus hangares fueran reducidos a escombros. Entre ellos, la comandante Helena Vásquez, una veterana de la Fuerza Aérea Europea. Helena había pasado su vida entrenando para una guerra que jamás creyó que ocurriría. A bordo de su caza de última generación, un Fénix-X, vio con horror cómo París se iluminaba, pero no de las luces que hacían conocido por la historia, sino con explosiones y el cielo nocturno se teñía de rojo fuego furioso. Con las comunicaciones cortadas, lo único que le quedaba era sobrevivir. Su instinto la llevó a volar hacia un punto de reunión en Islandia, donde los últimos restos de la armada europea intentaban organizar un contraataque.
Los aerodestructores Némesis no eran tripulados. Sus sistemas de combate estaban dirigidos por una inteligencia artificial avanzada, la IA Soberana, diseñada para ejecutar órdenes sin remordimientos y contemplación. La Alianza del Amanecer había comprendido que los humanos eran el eslabón débil en una guerra. Eliminando la necesidad de pilotos, sus máquinas podían operar sin descanso, sin miedo y sin piedad, logrando récords de vuelos perfectos absolutos. A pesar de su ventaja tecnológica, la Alianza necesitaba asegurar el control total antes de que las naciones restantes encontraran una forma de contraatacar. La resistencia sabía que el tiempo jugaba en su contra. En Islandia, Helena se encontró con un grupo de supervivientes, liderados por el estratega Jonás Richter, un exoficial de inteligencia alemán. Jonás había descubierto algo crucial: los aerodestructores compartían una señal de comunicación en común que coordinaba las naves, y si lograban infiltrarla con un virus en la red de la IA Soberana, podrían descoordinarlas y colapsar su coordinación.
Pero había un problema. Para lograrlo, necesitaban a alguien que conociera el código fuente de la inteligencia enemiga. Aquí entraba en juego Saito Ren, un desertor de la Alianza. Tenía información valiosa, pero también un pasado turbio: había trabajado en los primeros modelos de esa IA había sido parte del equipo que ayudó a desarrollar las máquinas que ahora bombardeaban las ciudades desde el cielo. Aun así, para muchos, su lealtad era incierta, pero era la mejor opción que tenían. El plan era suicida. Helena, Jonás y un grupo reducido de pilotos de élite tendrían que escoltar a Saito hasta una estación de control de la Alianza oculta en el archipiélago de Svalbard. Si lograban insertar el virus, las máquinas perderían su sincronización y la resistencia tendría una ventaja real de lucha.
Pasadas unas horas, los cazas de la armada europea que integraban la fuerza de resistencia se preparaban, no dejaban nada al azar. Al despegar, se acercaban al objetivo, Helena vio cómo el cielo se convertía en un gran campo de batalla. Cazas no tripulados de la Alianza interceptaban sus movimientos. El combate era desigual: las máquinas no sentían fatiga, no cometían errores, no estaban influenciadas físicamente por los cambios de fuerzas G. Pero los humanos tenían algo que los diferenciaba: la capacidad de improvisar. En una maniobra arriesgada, Helena apagó los sistemas principales de su caza para evitar que la IA tomara control y dejó que el frío ártico ocultara su firma térmica con el fin de confundir sus sistemas infrarrojos. Pasó a escasos metros de uno de los aerodestructores antes de reactivar los motores y disparar un misil a su punto ciego. La explosión iluminó el momento, la batalla, marcando la primera gran victoria de la resistencia.
Pero varios pilotos fueron derribados antes de que lograran alcanzar la estación de control. Cuando los comandos de la resistencia descendieron, se tomaron la instalación. En ese momento, Saito aprovechó la oportunidad, comenzó a cargar el virus mientras Jonás y Helena mantenían a raya a los drones de seguridad que protegían a los aerodestructores. Cada segundo contaba. La IA soberana detectó la intrusión y activó un protocolo de autodestrucción; empezó a recalentar sus baterías atómicas. Si no podían ejercer control sobre el mundo, prefería empezar a destruirlo. El aerodestructor Némesis, el más grande de todos, comenzó a descender hacia la estación con la intención de destruirla junto con la amenaza humana de los comandos y los oficiales de la Alianza aprendidos. Saito, en un acto inesperado, decidió quedarse atrás para asegurarse de que la carga del virus se completara. «Lo hice mal una vez, pero no dejaré que termine así», fueron sus últimas palabras antes de que la explosión atómica envolviera a toda la instalación junto con la isla y el mar circundante.
El virus funcionó. Las máquinas comenzaron a fallar, chocando entre sí, desactivándose en pleno vuelo. La sincronización de la IA se rompió, y con ella, la amenaza de la Alianza sobre los cielos. Pero el conflicto no terminó; la balanza había cambiado. Con la flota de la Alianza incapacitada para coordinar ataques, las naciones restantes contraatacaron con todo lo que tenían. La IA soberana, sin su red de control, se convirtió en una sombra de lo que fue. Helena y Jonás, aunque victoriosos, sabían que la guerra apenas comenzaba. Pero por primera vez en mucho tiempo, había esperanza. La humanidad había probado que no necesitaba ser la más fuerte, solo la más resiliente.
Desde los restos radiactivos de la estación en Svalbard, Helena, protegida con un traje antirradiación, observó el sol asomarse en el horizonte. La noche más oscura había terminado. Ahora era momento de reconstruir.
OPINIONES Y COMENTARIOS