Fui Abducido a los 5… ¿o fue un sueño?
Introducción
Nunca conté esta historia en voz alta. Ni a mis padres, ni a mis amigos, ni siquiera a mí mismo en el espejo. Me convencí durante años de que fue un sueño. O varios sueños. Que a los cinco años mi imaginación era más poderosa que la realidad.
Pero cada abril, durante cuatro años seguidos, las luces regresaban. El zumbido llenaba el aire. Y las sombras… las sombras me encontraban, aunque me escondiera bajo las sábanas o durmiera en otro cuarto.
Hoy, más de cuarenta años después, sigo sin saber qué me pasó exactamente. Solo tengo los recuerdos, una cicatriz con forma imposible en la espalda, y la sensación —cada vez más fuerte— de que no fui el único.
¿Fue un sueño? Tal vez.
¿Fui abducido? Quizá.
Lo único que sé con certeza es que esta historia me persigue.
Y ya no quiero seguir huyendo.
La historia
Era abril de 1977, una de esas noches en que el calor no dejaba dormir. Tenía cinco años, y aunque los recuerdos a esa edad suelen diluirse en la niebla del tiempo, esa noche quedó grabada a fuego en mi alma.
Desperté súbitamente. Un zumbido eléctrico, como si el aire vibrara, invadía mi habitación. Una danza de luces de colores —verdes, azules, rojas— se colaba por la ventana, proyectándose en las paredes como un caleidoscopio imposible. Quise moverme. No pude. Quise gritar. Nada. Solo mis ojos parecían estar vivos.
Entonces las vi. Sombras grises, delgadas, sin rostro, se deslizaban por el techo y las paredes, acercándose. Una estaba sobre mí. Sentí un frío profundo, no en la piel, sino dentro, como si algo me hubiera desarraigado de la realidad. Y luego, nada.
Desperté en el piso de mi cuarto, empapado en lágrimas. Mi madre me abrazaba entre gritos, diciendo que no respondía desde la noche anterior. Eran las 2 de la tarde.
Los doctores no hallaron explicación. Me dijeron que fue un episodio de sonambulismo, pero yo sabía que no era eso. Porque la siguiente noche de abril, en 1978, volvió a suceder. Y otra vez en 1979. Y otra más en 1980.
Siempre lo mismo: luces, zumbido, sombras.
Y al despertar, una cicatriz en la espalda, donde nunca me había herido, un trazo en forma de espiral con una línea quebrada al centro. Los médicos decían que parecía una quemadura antigua, pero no sabían su origen.
Durante años lo oculté. Aprendí a callar, a racionalizar, a esconder la espalda con camisetas incluso en verano. Pero nunca olvidé. Porque cada año, en abril, algo en mí temblaba. Como si el zumbido siguiera resonando en el fondo de mis huesos.
Hoy tengo 53 años. Y esta madrugada volví a escucharlo.
No hubo luces. Ni sombras. Solo una cosa nueva: la cicatriz en mi espalda… brillaba.
No tengo miedo. Solo una certeza: esta vez no voy a volver.
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