Fuera del hecho de haber sido un músico discreto, de que era bizco y de que tenía una facilidad asombrosa para encontrar objetos perdidos, no había, ni en el aspecto ni en la personalidad, nada para destacar o para recordar de Julio Jorge (o al revés, si supe alguna vez diferenciar cuál era el nombre y cuál el apellido lo olvidé, y hace tanto tiempo desde la última vez que nos pasaron lista que intentar recordarlo ahora, además de ocioso, es imposible)
Me pareció que era él. Mientras nos despachaba, el empleado de la pinturería comentaba en voz alta (más para él mismo que para nosotros) que había estado toda la mañana buscando la última lista de precios en su computadora, carpeta por carpeta, archivo por archivo, sin éxito.
– ¿Tienen disco externo? ¿No la habrás grabado ahí?, le dijo JJ. Al empleado se le iluminó la cara. Al rato volvió con una sonrisa que era el mismo sol del mediodía. Creo que le hizo una caidita en el precio, él y yo comprábamos lo mismo y me pareció que a mí me cobraban más caro. Yo hice como que no me daba cuenta.
No me iba a quedar con la duda. JJ ya se iba y, o no me había reconocido o hizo como que no me conocía (nunca fuimos íntimos) ¿Vos sos Julio?, le dije. La pregunta lo paró en seco. Sí, efectivamente no me había reconocido. No me preocupé por cómo nombrarlo, si bien habíamos sido compañeros nunca habíamos tenido confianza, entonces llamarlo por el nombre o por el apellido era indistinto. Por otra parte, llamarlo JJ como hacíamos en el Liceo, si realmente no era él, hubiera sido demasiado arriesgado tratándose de un desconocido.
Sí. Era. Después de intercambiar unos pocos y convencionales recuerdos que, me di perfecta cuenta, ni a él ni a mí en ese momento de nuestras vidas nos interesaban, se me ocurrió lo que ahora me parece un disparate. Pero, ya sabemos, la mente viaja sola y es ligera. Mi mujer, que nunca se equivoca, dice que yo hablo sin pensar y sin medir las consecuencias.
Le recordé esa capacidad suya para encontrar objetos perdidos. Le hice notar, para halagarlo, que, por lo visto, los años no le habían menoscabado esa facultad. Se sonrió, creo que le pareció una idiotez mi comentario.
JJ era (es) un poco más bajito que yo. Por alguna estúpida razón eso me hizo sentir con el poder suficiente para pedirle, con tono decidido, que ya que él tenía esa capacidad, ese olfato, ese sexto sentido digamos, de encontrar en un segundo y de la nada objetos perdidos, me hiciera el favor de encontrarme a mí algunas cositas que yo había ido perdiendo con el transcurso de los años.
La fe, por ejemplo. Cualquier fe. En Dios, en la ciencia, en el dinero. En mí (yo me estaba perdiendo bastante la confianza, últimamente) En los demás. Y, ya que estaba y si podía, que siguiera. Hacía rato que yo no me encontraba las ganas por ninguna parte. De, por ejemplo, encarar cualquier proyecto. De hacer aquel viaje prometido al fin del mundo (¿te acordás?, en todo caso un traslado a acá nomás, a las sierras de Tandil) De aprender algo, cualquier cosa, bonsái, macramé, flauta traversa. De ganar (un campeonato interbarrial, un premio al mejor compañero, qué se yo) De enamorarme, de seducir a una mujer (perdón Clarita, es en sentido figurado). De ilusionarme (estoy viendo, JJ, que hace un tiempo, digamos media vida, que no me sucede nada, cómo te explico, interesante) Sobre todo, que me ubicara el lugar preciso en donde había quedado esa convicción que tuve yo a los veinte años, la certeza de haber venido al mundo para algo, de creer que el mundo me estaba esperando (a mí, justamente a mí) y de que me iba a esperar toda la vida. Ya en tono de súplica lo tomé por los hombros y le dije: me conformo, JJ, con recuperar la ingenuidad. Y, perdiendo para siempre la dignidad, cerré con un: Dale. Qué te cuesta.
Empecé en broma. Juro que terminé hablando en serio.
Me miró más estrábico que nunca, creo que procesaba mi catalogación: loco, raro, estrafalario, abusador, sospecho que hasta barajó la posibilidad de alguna insinuación sexual. Me hubiera gustado que, si no pensaba corresponder a mi pedido, por lo menos, y como dice el tango, “sus ojos azules muy grandes se abrieran, mi pena inaudita pronto comprendieran y con una mueca de mujer vencida me dijera “es la vida” y no lo viera más”.
Pero no, la vida sabe ser prosaica. Dio media vuelta y se fue sin decir nada. Gracias a Dios no volví a cruzármelo. De esto, ni una palabra a Clarita.
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A J.R.R. (in memoriam)
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