«El Cazador del Calvario»
Prólogo:
En los confines del universo, una nave yautja —la raza conocida en la Tierra como Depredadores— viajaba rumbo a la era de los grandes titanes, el reinado de los dinosaurios, para cazar las bestias más feroces jamás vistas. Pero un fallo de navegación, una grieta en el tejido del espacio-tiempo, arrastró la nave a un lugar inesperado: Jerusalén, año 33 d.C., el día del Calvario.
La ciudad hervía en traiciones, fanatismo y sangre. Tres cruces dominaban el horizonte oscuro. Para el Depredador, el nuevo escenario era un campo de caza aún más excitante: soldados endurecidos, fanáticos religiosos y el caos de una ejecución pública.
Descendió como un azote de los cielos.
No hubo piedad. No hubo tregua. El Depredador diezmó a los soldados romanos, trituró a los escribas, cazó a los fariseos. Uno a uno, todos cayeron ante su furia salvaje.
Solo uno quedó en pie.
Uno cuyo espíritu no pertenecía a este mundo.
Uno cuya fuerza no era de carne ni de acero.
De pie ante las cruces rotas, con un escudo improvisado en una mano y la otra empuñando la voluntad de los cielos, el Nazareno desafió al cazador de las estrellas.
La batalla por la redención…
…se convertiría en un duelo por la supervivencia del alma misma.
Capítulo 1: La Caza Comienza
El cielo se partió en dos.
Un rugido metálico atravesó las nubes mientras la nave Yautja se precipitaba en llamas, rasgando la atmósfera de un mundo que no entendía. En el valle de Gólgota, los hombres se detuvieron a mirar al firmamento, presintiendo que algo más grande que su odio y sus pecados estaba a punto de descender.
La nave impactó más allá de las colinas, levantando una nube de polvo que cubrió la escena del Calvario. Los romanos, endurecidos por años de campañas sangrientas, empuñaron sus lanzas con temor. Los fariseos se aferraron a sus ropajes, murmurando oraciones nerviosas. Los escribas retrocedieron, cubriéndose los rostros.
Del humo surgió una figura infernal:
una criatura cubierta de placas metálicas, con fauces abiertas como la muerte misma, ojos que brillaban como carbones al rojo vivo.
El Depredador activó su camuflaje y desapareció de la vista.
El primer golpe fue instantáneo:
una cabeza romana rodó por el suelo polvoriento, seguida de un grito ahogado. Otro soldado fue alzado en el aire como un muñeco de trapo, partido en dos con una brutalidad imposible.
El miedo se esparció como peste.
Los fariseos gritaron que era un demonio.
Los soldados intentaron formar un escudo humano, inútilmente.
Uno a uno, los enemigos del cazador cayeron en silencios violentos. Judas fue decapitado por el disco del Depredador mientras contaba las monedas por la que había vendido al maestro.
En medio del caos, Él observaba.
Con la corona de espinas aún sangrando sobre su frente, con la espalda lacerada por los látigos, el Hombre de la Cruz descendió de su suplicio.
No era el momento de morir.
No mientras una nueva amenaza, más oscura que la traición humana, se alzaba ante el mundo.
Jesús tomó un pedazo de madera partida de la cruz caída, improvisando un escudo. En su otra mano, una lanza romana caída, ligera como el aire en sus dedos.
El Depredador emergió de su invisibilidad, intrigado.
Sus sensores identificaban a ese hombre como un objetivo… anómalo. No era como los demás. Su energía… era diferente. Como si la vida misma fluyera en torrentes a través de su ser.
Los dos se miraron.
La batalla que no debía existir… estaba a punto de comenzar.
Capítulo 2: El Juicio del Cazador
El Depredador abrió sus fauces en un rugido desafiante, mostrando sus colmillos de caza. De su hombro surgió el cañón de plasma, que cobró vida con un zumbido letal. El cielo se encapotó aún más, como si la naturaleza misma contuviera la respiración.
Jesús dio un paso adelante, descalzo sobre la tierra herida.
Sus heridas cerrándose en tiempo real, la sangre desapareciendo como si nunca hubiera sido derramada. Sus ojos, antes de infinita compasión, ahora brillaban con una luz que ningún mortal podía soportar.
El Depredador apretó los puños, y en su idioma gutural, lanzó un desafío:
—«Eres fuerte… morirás con honor.»
Jesús, comprendiendo el idioma de los cielos y de los infiernos, respondió en lengua yautja, su voz retumbando como trueno:
—«No he venido a morir hoy, cazador. He venido a redimir este mundo… de ti.»
Sin previo aviso, el cañón del Depredador disparó.
Una explosión de plasma azul surcó el aire…
…y se estrelló contra un campo invisible que rodeaba a Jesús.
La energía chisporroteó, doblándose ante su voluntad.
Jesús alzó la mano, y con un gesto leve, desvió el segundo disparo hacia una colina cercana, haciéndola estallar en mil fragmentos.
El Depredador gruñó, activando sus cuchillas de muñeca.
Corrió a una velocidad sobrehumana, buscando abrir el pecho del Nazareno de un tajo.
Jesús esperó… y en el último instante, movió dos dedos en el aire.
El Depredador se detuvo en seco, suspendido a un metro del suelo, atrapado en una fuerza invisible.
—«¿Cazas por gloria… o por miedo?» —preguntó Jesús, su voz profunda y triste.
El Depredador luchaba, rugía, activaba sus dispositivos, pero era inútil. La telekinesis lo mantenía prisionero como si una montaña lo aplastara.
Jesús cerró el puño.
El Depredador salió disparado hacia atrás, atravesando restos de maderos, derribando un pequeño monolito romano.
Pero la criatura no se rindió.
De un salto, se reactivó, sangrando verde, cambiando su estrategia. Se volvió invisible.
Jesús cerró los ojos.
—«No necesitas ser visto… para ser hallado.»
Con un movimiento elegante, el Nazareno levantó del suelo un vendaval de piedras y polvo, controlándolos como un ejército de pequeñas lanzas. Extendió la mano, y los proyectiles se dispararon en todas direcciones, revelando la figura camuflada del cazador.
Una roca afilada le arrancó parte de la armadura del hombro.
El Depredador chilló.
Esta presa era más peligrosa que cualquier dragón, bestia jurásica o señor de la guerra que había enfrentado antes.
Esta presa…
era sagrada.
Y aún así, el cazador sonrió. Era el duelo que siempre había soñado.
Con un bramido, encendió su lanza de energía doble y se lanzó de nuevo a la batalla.
Jesús avanzó para recibirlo, su cuerpo brillando con una luz cegadora, su escudo improvisado listo para resistir el infierno mismo.
Capítulo 3: Capítulo Sermón de Guerra
El suelo temblaba bajo cada paso del Depredador.
Su lanza vibraba con energía mortal, cortando el aire con un zumbido que partía las rocas.
Jesús caminaba hacia él, sin miedo, con el escudo de madera y el alma como armadura.
Cuando el cazador descargó el primer golpe, la lanza chisporroteó contra el escudo.
El impacto fue brutal… pero Jesús se mantuvo firme, sus pies clavados en la tierra como raíces de un árbol eterno.
—«¿Crees que puedes vencer al Amor encarnado?» —tronó Jesús, su voz resonando en todo el valle.
La lanza volvió a bajar, esta vez buscando su cuello.
Jesús esquivó, tan rápido que dejó una estela luminosa.
Con una mano libre, levantó una piedra gigante sin tocarla, usando su telekinesis, y la lanzó como un meteorito.
¡BOOM!
El Depredador apenas tuvo tiempo de saltar, pero la roca lo rozó, abollando su armadura y enviándolo girando por el suelo.
Desde el polvo, la criatura se levantó, herida pero hambrienta de combate.
Activó su disco cortante, lanzándolo como un búmeran de muerte.
Jesús extendió su mano desnuda…
¡y atrapó el disco en pleno vuelo!
El filo vibraba, intentando liberarse, pero Él apretó lentamente hasta que el arma explotó en fragmentos de luz.
El Depredador rugió de rabia.
—«¡Grrrrrahh! ¡No eres de este mundo!»
Jesús sonrió con compasión.
—«No soy de este mundo… pero he venido a salvarlo.»
El Depredador cargó, desatando una lluvia de golpes veloces.
Jesús se movía como el viento: esquivando, bloqueando, contraatacando con la fuerza de un titán.
Cada vez que recibía una herida, la piel se regeneraba en segundos.
Cada vez que era empujado, el suelo respondía, formando muros de tierra y piedra para protegerlo.
El Depredador cayó de rodillas, jadeando.
Jesús se acercó lentamente, la luz brillando a su alrededor como una tempestad contenida.
—«Cazador… tú que viajas por los mundos buscando presas dignas…»
—«Hoy has encontrado algo que no puedes atrapar.»
El Depredador, en un acto de honor, se quitó el casco, revelando su rostro lleno de cicatrices y garras.
Se golpeó el pecho.
—«Lucharé hasta la muerte.»
Jesús asintió solemnemente.
—«Entonces prepárate… para conocer el juicio de los cielos.»
El viento rugió.
Los rayos surcaron las nubes.
Y en medio del apocalipsis, Jesús levantó ambas manos al cielo.
El suelo bajo el Depredador se partió como un cristal.
Columnas de luz emergieron, atrapando al cazador entre cadenas de pura energía divina.
Era el principio del fin.
Capítulo 4: La Daga Perdida
La tierra seguía temblando bajo los pies de los combatientes.
Jesús avanzaba como un huracán de poder contenido, mientras el Depredador, herido pero imparable, rebuscaba desesperadamente entre sus artefactos.
Entonces, sus ojos depredadores encontraron algo…
dentro de su armadura y sellado por los siglos: una antigua daga dorada, cubierta de inscripciones hebreas.
Un destello de memoria le atravesó la mente, una visión breve pero clara. El Depredador recordaba su reciente viaje a las ruinas del Templo de Salomón, un lugar perdido en el tiempo, donde había encontrado una reliquia de poder inimaginable. En ese viaje temporal, el cazador había desenterrado la Daga de Moisés.
La leyenda de la daga era conocida solo por los más antiguos: creada por Dios mismo para dividir las aguas del mar y para inscribir los Diez Mandamientos. La daga había sido utilizada por Moisés, Aarón, Josué, David y Salomón, pero estaba marcada por una regla sagrada. Solo un elegido de linaje judío podría tocarla sin sufrir las consecuencias divinas.
Sin embargo, el Depredador, con un guante de material no conocido en la Tierra, que era capaz de manipular artefactos fuera de su mundo, no sintió la misma barrera espiritual. Su tecnología avanzada le permitió empuñar la daga sin ser destruido. Y con ello, la tocó.
La Daga de Moisés brilló con un resplandor divino, fusionándose con la biomecánica del Depredador, volviéndose una extensión viva de su furia, una herramienta más en su incansable búsqueda de victoria.
Jesús se detuvo al verlo.
Su mirada se endureció.
—»Esa reliquia pertenece al Reino. No fue creada para el odio.»
El Depredador soltó un rugido que sacudió los cielos. Con un salto imposible, impulsado por sus botas de energía, se lanzó hacia Jesús.
Jesús alzó sus manos para detenerlo…
pero la Daga de Moisés cortó a través de su telequinesis como un relámpago. Un destello de luz pura y fuego celestial rompió sus defensas.
Jesús retrocedió, sorprendido.
El Depredador, usando toda su fuerza, hundió la daga en el costado del Nazareno. La tierra se partió bajo ellos en una explosión de poder divino y brutal.
Jesús cayó de rodillas, su sangre celestial manchando el suelo.
El Depredador se arrodilló frente a Él, jadeando, sujetándolo por la túnica, su máscara rota colgando de su rostro.
Jesús, aunque herido, alzó los ojos y sonrió con tristeza.
—»Has logrado lo imposible, cazador… pero la victoria no siempre pertenece al más fuerte.»
El Depredador dudó.
Un segundo.
Un latido de eternidad.
La Daga brillaba, pidiendo un golpe final.
Pidiendo sangre.
Pero Jesús susurró algo, en el lenguaje más antiguo del cosmos:
—»Ama… a tus enemigos.»
El Depredador tembló.
Algo dentro de él, algo enterrado bajo siglos de violencia, de instinto asesino, se quebró.
La daga tembló en su mano.
El cielo rugió.
La tierra gimió.
Y en ese instante, la batalla cambió.
Capítulo 5: Redención en Llamas
El Depredador, con la Daga de Moisés en una mano, no dudó más.
De su espalda extrajo un cartucho negro que explotó en el aire: una red metálica viviente, tejida con nanoacero alienígena.
Con un rugido gutural, disparó la trampa hacia el Nazareno.
Jesús, aún debilitado por la herida sagrada, apenas pudo alzar una mano antes de ser envuelto.
La red se apretó con fuerza sobrenatural, las fibras cortando su piel regenerativa, impidiéndole moverse.
Era una prisión viva, un grillete de otro mundo.
—«Hrrrrrrahh!» —gruñó el Depredador, acercándose con pasos pesados.
Jesús, atrapado de rodillas, alzó la mirada, serena e inquebrantable.
—«¿Es esto lo mejor que puedes hacer, guerrero de las estrellas?»
El Depredador rugió de frustración.
Activó la red, aumentando la presión.
Las cuerdas brillaban al rojo vivo, intentando triturar incluso los huesos divinos del Mesías.
Jesús cerró los ojos.
Su respiración se volvió profunda, calma.
La sangre corría por su frente como un río de luz.
En su interior, la chispa eterna que lo conectaba al Padre brilló más intensa que nunca.
—«Mi Reino… no es de este mundo…» —susurró.
Un aura dorada comenzó a emanar de su cuerpo.
La red vibró, resistiéndose, pero crujió ante el poder que nacía dentro del Prisionero Divino.
El Depredador dio un paso atrás, confundido.
Nunca había enfrentado algo así.
Jesús abrió los ojos:
Dos soles encendidos en sus pupilas.
La tierra empezó a temblar, no de miedo…
sino de esperanza.
Las piedras levitaban alrededor.
Las cadenas invisibles que ataban el mundo comenzaron a romperse.
El Depredador cargó de nuevo, queriendo terminarlo con la daga, queriendo cumplir su instinto cazador.
Jesús sonrió, triste y majestuoso.
—«Perdónalos, porque no saben lo que hacen.»
Con un grito que no era humano,
con una explosión de poder celestial,
Jesús rompió la red en mil fragmentos.
Cada hilo metálico salió disparado como cometas de fuego, partiendo árboles, montañas, templos.
El Depredador fue lanzado al aire como una hoja al viento.
Jesús se puso de pie.
Su túnica rasgada, su cuerpo herido, pero su espíritu… inalterable.
Era más que un hombre.
Era más que un dios.
Era la Esperanza Viva.
Capítulo 6: Cruz de Sangre
La nube de polvo y escombros se disipaba lentamente.
En el centro del cráter, de pie, estaba Jesús, su túnica rasgada, su cuerpo cubierto de heridas que sanaban lentamente, su aura vibrando como un sol a punto de estallar.
El Depredador, tambaleándose, gruñó y desenfundó dos cuchillas de su brazo izquierdo.
Su visor marcaba a Jesús como «Objetivo Supremo».
Nunca antes había cazado algo así.
Nunca antes había sentido… miedo.
Jesús avanzó, lento, inexorable.
—«Aún puedes detenerte.» —dijo el Nazareno, su voz resonando en el aire pesado—.
—«Aún puedes ser redimido.»
El Depredador rugió, cargando a toda velocidad.
La daga de Moisés brillaba en su mano.
Saltó, buscando clavarla en el corazón divino.
Jesús extendió su mano.
Con un movimiento suave pero devastador, lo frenó en el aire, usando solo su voluntad.
—«Te ofrezco vida, y tú eliges muerte…»
El Depredador forcejeaba, vibrando en el aire como un pez fuera del agua.
Su casco crujió.
Su alma, por primera vez, titubeó.
Con un rugido final, el Depredador activó el último recurso:
su bomba de honor.
En su brazo derecho, la runa alienígena comenzó a brillar.
Una explosión capaz de borrar todo en kilómetros a la redonda.
Jesús bajó la mirada, con tristeza infinita.
—«Padre, perdónalos…» —susurró.
El tiempo se detuvo.
Jesús desapareció en un destello de luz.
Reapareció frente al Depredador en una fracción de segundo.
Colocó una mano sobre el pecho del cazador.
—«Tu odio termina aquí.»
Una onda de energía dorada brotó del Nazareno.
La runa explosiva se apagó, neutralizada.
El Depredador cayó de rodillas, jadeando.
Jesús se inclinó hacia él.
Colocó la palma de su mano sobre la frente del alienígena.
—«Regresa a tu hogar… en paz.»
Por primera vez en su vida, el Depredador bajó la cabeza en señal de rendición.
Su camuflaje parpadeó.
Su armadura cayó en pedazos como si se desmoronara bajo el peso de su alma.
El cielo se abrió en un torbellino de luz.
Una nave descendió, silenciosa, dorada como la aurora.
El Depredador fue envuelto por un rayo de energía y ascendió, dejando atrás un mundo que no había podido dominar.
Jesús, ahora solo en medio de la devastación, miró hacia el horizonte.
Los templos destruidos.
El Imperio tambaleándose.
La humanidad aún perdida.
Se arrodilló.
De su pecho, donde antes estuvo la daga, brotó una flor pequeña, blanca.
Una señal.
La cruz no había terminado.
Apenas estaba comenzando.
FIN…..
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