I
La madrugada es una perra idiota y bella que él no ve. La realidad, ahora, es un cordel y una certeza. El mundo es un rumor lejano, lo habitan voces incomprensibles. Son veinte pasos nada más – el otoño anda en chancletas – o quizás treinta hasta la viga. Lo sigue el perro, pero tampoco entra en el cuadro. El viento aúlla disparates.
II
Que sus ojos, Juan, por no sé qué extravío del pensamiento,
se hayan hundido en recorridos que no van a ningún lado;
que, delgado y zanco, el viento ensaye alguna excusa dilatoria
y el que tenga que empujar ahora sea usted;
que lo que usted llama olvido y es rencor
le haya obturado los conductos,
ahuyentado las ganas, aterido la creación,
no le da derecho a transfugar
los sueños,
a atarse las manos de convicto y a decir
“la cosa fue hasta acá”.
Yo no veo ninguna línea demarcatoria que nos hayan dibujado
de antemano.
Las señalizaciones no nacieron, Juan, ni para usted ni para mí.
III
Sé que debería guardarme el panegírico.
Que usted odiaba que lo exalten, que era más bien partidario del retiro; alguna vez un exceso de cercanía me deparó algún arañazo.
Pero cuando creo acertar y me digo “esto tal vez le gustaría” no pienso que sea un signo de retraso madurativo. Menos de sumisión, de dependencia. Yo llegué a usted siendo indigente y mire ahora, soy un gallo y cacareo.
Sepa disculparme la torpeza, pero usted se fue, yo sigo aquí, cómo lo traigo a la memoria, cómo me vacío, qué nos queda que no sea la retórica, el artificio.
No me entristece, sin embargo; me acostumbré a que en este oficio uno acabe con las manos vacías.
No se trata, maestro, de otra cosa: es cariño.
OPINIONES Y COMENTARIOS