Al cumplir los dieciete años ya era diácono.
Diez años después, terminé la carrera de medicina y me trasladaron a Ach´lum, localidad de Ocosingo, Chiapas.
—Un día el Padre Superior, me contó: “dicen que andan muy enfermos por las comunidades”, ve y haz algo.
—Ofrecer viáticos, con todo y visa a los moribundos, es doloroso, Padre—
—Lo sé, pero anda, te necesitan como médico.
Emprendí el camino con mi maletín. Andaba todo empapado en sudor, en medio de la selva. Ya era noche, busqué las enramadas que me conducía a las pequeñas barracas que hay en la comunidad. Entré por la explanada de piedras de cantera negra, rodeada de árboles.
Caminé hasta la choza de Fermín. La puerta estaba entreabierta, pero me quedé parado en el dintel, donde colgaba una cortina deshilachada que me chicoteaba la cara, pero me permitía ver las siluetas de Juana y Fermín sentados. Los alumbraba una solitaria vela, a punto de extinguirse.
No quise entrar, estaba muy alterado Fermín. Le oí reclamar con remilgos a su esposa.
<< La puerta abristes Juanáá y entraron los moscos, todo por tu culpa y del padre Juan. ¡Siento que veo zumbidos en mis alrededores! ¿Ya te fijastes Juana? Me picotearon, me dejaron todo enronchado, maltrecho, ampollado, traqueteado, siento que se me quebran los huesos Juanáá.>
<<¿Por qué te baña con tantas ramas?>>
—Le volvió a increpar—
<<¿Qué nos hace el Padre Juan?, ¿Qué humos nos hace tragar?>>
Ahí mismo, y sin hacer ruido, abrí el maletín, saqué el traje de chamán, dejé la sotana y la estola, para definitivamente colgar.
Me sentí “incompletente”, responzable de la miseria humana. Ellos, los lacandones, necesitaban médicos y medicinas, para tratar de hacerles la vida menos enfadosa, con menos amargura.
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