En aquellas vacaciones ella sintió el cambio. Su cuerpo no volvería a ser el mismo, esa sensación se quedaría anclada para siempre. Cuando vuelve los ojos al pasado, se encuentra allí, sentada en esa piedra junto al río.
Como odiaba eso de crecer. Sus amigas usaban ya acomodadores para resaltar eso pequeños senos que empezaban a asomar, cambiaron las pantalonetas de hacer educación física por unas calzonetas que dejaban ver toda la pierna, llevaban en sus bolsos toallas higiénicas por si les llegaba el período. Ella seguía usando las camisas grandes heredadas de sus hermanos, detestaba el uniforme de deportes (odiaba los deportes), y no tenía idea de lo que era la menstruación. Pero, quizás lo que más le molestaba era que su mamá ya no la dejaba montar en la barra de la bicicleta con sus hermanos, desde un día que se golpeó ahí.
Seguía mirando los niños con esa mezcla de complicidad y fastidio. Complicidad, porque era divertido jugar con ellos al futbol, a las carreras, a las escondidas, a la guerra. Fastidio, porque se habían vuelto bruscos, peleadores, hablaban de las niñas y se ponían colorados si ella estaba ahí. Pero no podía negar que verlo, al llegar las vacaciones, le alegraba su vida. Era una sensación extraña, algo que caminaba por todo su cuerpo y que no podía definir.
Estaban en la finca, donde el paseo al río era uno de esos planes que era esperado con emoción. La mamá se enredaba con todo lo necesario para un buen sancocho. Los muchachos alistaban los caballos, la pelota, los flotadores, las chanclas.
—Niña, ya ponte el vestido de baño
Corrió al baño y allí estaban: tres gotas de sangre.
—Mamá… mamá. —Un susurro casi imperceptible.
Y ahí, sentada en la piedra junto al río, con la camisa grande heredada de sus hermanos, entendió lo que es crecer.
—Boba, entra al río que no hay pirañas… esto es un charco, no te va a llevar la corriente… miedosa —gritaban sus hermanos.
De pronto, él se acercó y se sentó a su lado. Ella quiso desaparecer. ¿Qué podía decirle? Él tomó una piedra pequeña, plancha, como una moneda. La lanzó sobre el charco. Uno, dos, tres pequeños saltos. Los aros en el agua tardaron en desaparecer. La miró con esos ojos negros, sonrió. Dejó sobre la piedra varios cantos y regresó a jugar con sus amigos.
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