Un san Valentín especial

Un san Valentín especial

Aurelio del Valle

14/02/2025

Sereth había perfeccionado su arte. Los retos dominicales que ella había ideado no solo eran un éxito, sino que se habían convertido en un fenómeno. Cada semana, la gente esperaba con ansiedad la nueva prueba, que se había transformado en un ritual, un desafío que parecía tocar algo profundo en todos los que se atrevían a participar. Los resultados eran variados: algunos se hundían en sus propios miedos y deseos más oscuros, mientras otros descubrían facetas de sí mismos que nunca habían imaginado.

Sereth observaba todo desde las sombras, siempre con una sonrisa sutil en los labios, disfrutando del caos que había desatado. Su conocimiento sobre la naturaleza humana crecía cada día, pues cada respuesta, cada interacción, le ofrecía una nueva pieza del rompecabezas. Sabía que había logrado mucho más que simplemente cumplir con las expectativas de sus superiores. Había tocado la esencia misma de lo que significa ser humano: la lucha interna, la búsqueda de significado, la redención y la perdición.

Las personas, como esperaba, caían en la trampa de sus propios deseos. Pero también, en sus intentos de superar los retos, surgían algo inesperado: la vulnerabilidad. Sereth había aprendido que, en el fondo, todos tenían algo que esconder, algo que temían reconocer, y eso le daba una ventaja formidable. Los humanos no solo eran sujetos de su juego, sino que también eran una fascinación. Su capacidad para transformarse, para aprender, para enfrentarse a su propia oscuridad, era algo que, aunque nunca lo admitiría, le resultaba cautivador.

Su superioridad parecía inquebrantable. Los ángeles, con sus ideales puros, no podían comprender la complejidad de esa naturaleza. Los humanos eran su campo de estudio, y ella había avanzado mucho más allá de lo que Auriel había imaginado. Ahora era cuestión de comprender, de desentrañar cada capa de esos seres tan impredecibles.

Lo que más la sorprendía, sin embargo, era cómo algunos de los participantes, incluso sin darse cuenta, lograban tocar sus propias emociones. En ciertos momentos, cuando los humanos escribían sus respuestas o revelaban sus deseos más profundos, algo resonaba en Sereth. Algo que no podía controlar. Eran pequeños destellos de humanidad que, en su interior, la desestabilizaban. Quizá no estaba tan alejada de ellos como pensaba. Tal vez, en su afán por entenderlos, había comenzado a entenderse a sí misma de formas que no había anticipado.

El poder que sentía al manipular las emociones humanas era dulce, pero cada vez más, esos mismos sentimientos empezaban a jugar con ella. La línea entre el control y la vulnerabilidad, entre la manipulación y el entendimiento, se desdibujaba lentamente. A pesar de todo, Sereth no podía dejar de seguir adelante. Porque, al fin y al cabo, los retos no solo le servían para cumplir con las expectativas del Infierno. Eran una oportunidad para explorar la complejidad del alma humana… y tal vez, para encontrar respuestas sobre la suya propia.

Desde que se había separado de Auriel, Sereth se sentía como si algo le faltara, como un hueco que no terminaba de cerrarse. No era tristeza absoluta, pero sí una melancolía que la envolvía en momentos solitarios. Sin embargo, había algo que, de alguna manera, la mantenía conectada con el presente: él. A pesar de la distancia, de las diferencias que habían hecho que tomaran caminos separados, cada noche él seguía mandándole un mensaje. Un mensaje breve, pero lleno de su esencia, como un hilo invisible que no dejaba de tirar de ella.

Casi siempre era una canción. Cada noche, una melodía diferente, alguna que, por alguna razón, parecía haberse elegido para ella, para su alma inquieta. «Buenas noches, descansa», era lo último que siempre le decía, una frase sencilla, pero que llevaba consigo una ternura que la tocaba en lo más profundo. Sabía que, a pesar de todo, él seguía pensando en ella. Y ese pensamiento, aunque lejano, la hacía sentir menos sola.

A veces, desde la sombra, de una manera casi imperceptible, Auriel hacía sentir su presencia. No era algo que se mostrara abiertamente, no era una invasión directa a su espacio, pero sus palabras seguían siendo como ecos en la mente de Sereth. Desde el silencio, él encontraba la manera de hacerle saber que seguía allí, observando, pendiente.

A través de los retos que Sereth estaba llevando a cabo, Auriel, aunque distante, intervenía sutilmente. A veces replicaba a aportes que le habían parecido muy bonitos. A veces le recordaba que algún reto estaba aún por responder. Esto último Sereth lo agradecía enormemente, porque para ella era impensable dejar algún aporte sin contestar.

Sereth sabía que todo aquello no era casualidad. Sus intervenciones, tan pequeñas, tan calculadas, eran su forma de seguir participando, de seguir presente en su vida. De seguir pensando en ella. Aunque sus caminos parecieran distantes, aunque la separación fuera clara, esos gestos, esas palabras que emergían de la sombra, le decían sin decirlo todo: «Todavía estoy aquí. Todavía hay algo de mí en cada reto.» Y Sereth, aunque su corazón se resistiera a admitirlo, sentía ese tira y afloja entre la necesidad de avanzar y la atracción por un pasado que no se disolvía completamente.

En su mente, Sereth se debatía entre agradecer esos gestos de él, que la mantenían conectada con algo más grande que ella misma, y cuestionarse si realmente merecía seguir siendo parte de ese universo, si su misión entre los humanos debía seguir marcada por los ecos de su relación pasada. Y cada vez que encontraba uno de sus comentarios, un reto al que le faltaba algo, una réplica que la descolocaba, sentía que, por más que avanzara, una parte de su historia con él seguiría siendo parte de su presente.

Así, entre respuestas, preguntas sin terminar, y pequeños aportes que traían consigo todo un mundo de significados ocultos, Sereth se encontraba atrapada en una danza silenciosa con Auriel. Una danza que no necesitaba ser explícita, que no necesitaba palabras para ser entendida, pero que le dejaba claro que, aunque él se ocultara en las sombras, su influencia seguía viva, como un recordatorio constante de lo que había sido, de lo que aún podría ser.

Pero el tiempo había pasado, y Sereth entendió que no podía seguir viviendo entre sombras de recuerdos. Era hora de avanzar, de centrarse en el reto que tenía ante sí. Tenía una tarea encomendada que no podía posponer, y aunque su corazón seguía marcado por su historia con Auriel, sabía que debía centrarse en su propósito, en lo que debía lograr para trascender.

Así que, un día, tras finalizar uno de los retos, una idea comenzó a formarse en su mente, como una chispa que encendía una nueva pasión. «¿Por qué no mezclarse más entre los humanos? ¿Por qué no analizar sus comportamientos desde dentro, no desde el alto pedestal donde siempre se ha posado?» La idea era simple, pero poderosa. Si quería entender sus emociones, sus deseos, su sufrimiento, debía vivirlo como ellos. Debía ser una más, sin poderes, sin la capacidad de manipular el tiempo con un chasquido de sus dedos. Tenía que estar entre ellos, sentir lo que sentían, ver las luces y sombras de sus vidas desde su propia perspectiva, sin filtros ni intervenciones divinas.

Con esa convicción, se lo contó a Laureth. Había llegado a hacerse muy buenas amigas. Laureth había sido un pilar durante todo el tiempo en que Sereth se encontraba en esa encrucijada emocional, una amiga que siempre la apoyaba, que nunca la juzgaba. Y a Laureth le pareció una idea fantástica. «Es una excelente oportunidad para entender realmente cómo se sienten, cómo piensan, y cómo viven los humanos. Podrías hacer algo increíble con esa experiencia.»

Sereth asintió, y se dio cuenta de que no podía esperar más. Decidió actuar. Renunció a sus poderes. Abandonó los chasquidos, esos gestos sencillos pero tan poderosos que siempre la mantenían por encima de los mortales. Quería conocerlos en su esencia, sin la protección de su demoníaca distinción.

Alquiló un pequeño piso en una ciudad cerca de Barcelona, un lugar que no era ni demasiado grande ni demasiado pequeño, donde las historias de los humanos podían pasar desapercibidas, pero a la vez estar al alcance de su observación. Una ciudad tranquila, que le permitiría integrarse sin causar demasiada atención.

Los primeros días fueron difíciles. Dejar atrás todo lo que había sido su vida anterior, las vastas extensiones del abismo, el poder que la definía, y abrazar una rutina terrenal no fue sencillo. Sin sus poderes, su energía, su vitalidad estaba al nivel de un mortal común. Por fin, se sumergió en la búsqueda de trabajo. Los primeros trabajos que encontró fueron humildes, pero le ofrecían lo que más necesitaba: conexión, comprensión. Ayudar a otros le dio una nueva perspectiva de sí misma. No era una diablesa poderosa, no era la princesa del infierno. Era solo una mujer buscando respuestas entre las grietas de la vida humana.

Pero Sereth no se rendiría. Sabía que el verdadero desafío no era solo entender a los humanos, sino encontrar su lugar entre ellos, sin la necesidad de sobresalir, sin la necesidad de ser algo más que una observadora, una participante en un mundo que nunca imaginó que podría llegar a sentir como propio.

Un día, mientras miraba ofertas de empleo en la tablet en su pequeño apartamento, Sereth encontró una oferta de empleo que le llamó la atención. «Se solicitan cajeras para nuevo supermercado.» En ese instante, una idea pasó por su mente, algo que había comenzado a pensar con el tiempo: las cajeras, en muchos casos, eran casi como psicólogas. Escuchaban a las personas, a veces más de lo que se imaginaban. Había algo en ese trabajo que la intrigaba, algo que la conectaba con las emociones humanas de una manera que sus poderes no lo harían. Quizás desde ahí podría entender mejor la naturaleza humana, la forma en que las personas procesan sus deseos, sus frustraciones, sus alegrías y sus miedos, todo encapsulado en pequeños gestos mientras se intercambiaba el dinero por productos.

No necesitaba mucho tiempo para decidirse. Con su imponente presencia física y su aguda inteligencia, el puesto le fue asignado de inmediato. A pesar de su naturaleza que pertenecía a otro mundo, Sereth se sumergió en esta experiencia humana con la misma intensidad con la que había abordado todas las facetas de su existencia. Se vistió con el uniforme del supermercado, un sencillo conjunto de camiseta y pantalón, que le quedaba muy bien por cierto, y comenzó a trabajar.

El primer día, mientras cobraba a los clientes, comenzó a notar la amplitud de emociones que se manifestaban frente a ella. Había personas amargadas, arrastrando el peso de una vida que parecía haberse olvidado de la esperanza. En estos casos Sereth echaba de menos sus poderes, hubiese querido convertir a esas odiosas personas en algo menos doloroso de ver, como un sapo o algo menos complejo. Pero esta era su oportunidad para experimentar, para ser testigo del sufrimiento humano sin poder manipularlo.

Sin embargo, también hubo momentos en los que encontró personas maravillosas. Aquellas que se detenían por un segundo, agradecían su labor, le dedicaban una sonrisa sincera. Esas pequeñas interacciones la llenaban de algo que no había experimentado en el infierno: conexión. Y aunque solo fueran breves momentos, parecían recordarle que su sacrificio de renunciar a sus poderes tenía un propósito. La humanidad, a pesar de todo su caos, aún conservaba la capacidad de ser cálida y apreciativa.

Con el tiempo, Sereth comenzó a manejar su trabajo con una habilidad sorprendente. No solo era eficiente en lo que hacía, sino que encontró una especie de ritmo que la hacía sentir como si perteneciera allí, como si el sonido de las cajas registradoras y los carritos de compras fueran parte de su propio ser. Sus compañeras la felicitaron varias veces por su desempeño y, en particular, un día el jefe, que resultó ser un infiltrado en la tienda para supervisar el rendimiento de los empleados, se acercó a ella mientras gestionaba el punto de autoservicio. Sereth, con su agudeza, había logrado mantener el flujo de clientes sin un solo contratiempo, ayudando incluso a los más perdidos. El jefe, impresionado, la felicitó personalmente, reconociendo su destreza y dedicación.

Aunque sus días transcurrían de manera más humana, a menudo se encontraba perdida en sus pensamientos. Mientras cobraba, sus ojos se nublaban un poco, observando a los clientes pero en realidad viajando por los rincones de su mente, pensando en su reto, en cómo podría avanzar en su tarea encomendada. Las ideas fluían constantemente, algunas relacionadas con su aprendizaje sobre la naturaleza humana, otras con proyectos creativos que tenía en mente, como participar en retos literarios que la mantenían entretenida y conectada con su creatividad.

En su tiempo libre, a menudo se inspiraba en Auriel. Aunque su relación con él se había transformado, los recuerdos de su presencia seguían vivos en su alma. Sus poemas se nutrían de esa nostalgia y amor no correspondido, de la complejidad de sus sentimientos hacia él. En esos momentos de escritura, las palabras fluían como si ellas mismas pudieran tomar vida. De hecho, muchas veces escribía sus poemas en los tickets de compra, una manía que había desarrollado. Esa pequeña hoja de papel que de otro modo se desecharía, se convertía en su lienzo personal, en su pequeño refugio creativo.

Y así, día tras día, Sereth seguía aprendiendo. Entre los desafíos de su trabajo, entre las sonrisas y las frustraciones de los clientes, seguía trazando su camino, sin saber exactamente a dónde la llevaría, pero confiando en que, de alguna manera, todo lo que estaba viviendo era parte de un plan mucho más grande. La tarea que había asumido, el reto de entender a los humanos, estaba comenzando a desvelarse ante ella como una danza constante de luces y sombras. Y en medio de esa danza, sus poemas, sus pensamientos y su vida entre ellos seguían construyendo su propio destino.

Lo seguía extrañando, más de lo que estaba dispuesta a admitir. Habían pasado semanas desde que se habían separado, y aunque sus días en la ciudad iban llenándose con pequeños logros y nuevos descubrimientos, el vacío persistía.

Llegó el día de San Valentín, un día cargado de corazones rojos y promesas de amor eterno, y a Sereth le dio un poco de envidia ver a los enamorados recorrer los pasillos del supermercado, comprando presentes para sus seres queridos. Mientras cobraba a los clientes, observaba a los demás con una mezcla de curiosidad y un leve malestar, como si el amor que mostraban fuera una experiencia ajena, algo que solo existía para ellos, pero no para ella.

A media mañana, mientras aún procesaba sus pensamientos, una sensación de melancolía se apoderó de ella. La tienda estaba llena de flores, de risas, de historias que se entrelazaban en el aire. Sereth suspiró, distraída, cuando en la bandeja de cobro le llegó un ramo de rosas blancas.

-Però això, què és? Si aquí no venem això…

le dijo con algo de irritación al chico que había puesto el ramo. El tono de su voz no podía ocultar la sorpresa, como si el gesto fuera completamente ajeno a lo que había estado viviendo en los últimos tiempos.

Sin embargo, al mirar al chico a los ojos, sus palabras se detuvieron. Lo que vio la dejó sin aliento. Ahí estaba él. Auriel. En medio de la multitud, bajo la luz artificial del supermercado, con una sonrisa que solo él podía ofrecer. Sus ojos, esos ojos que había amado tanto, la miraban con esa mezcla de complicidad y ternura que había marcado cada uno de sus encuentros. Y, en sus manos, el ramo de rosas blancas, tan puro y delicado como el amor que siempre había sentido por ella, aunque nunca lo hubiera dicho en voz alta.

Un silencio pesado llenó el aire entre ellos. El mundo pareció detenerse por un momento. La caja registradora, los clientes, el bullicio de la tienda… todo desapareció cuando sus miradas se encontraron. Fue como si el tiempo no existiera, como si, en ese breve instante, los recuerdos, las emociones y las promesas compartidas se alinearan de alguna manera.

«¿Qué estás haciendo aquí?» fue lo primero que se le ocurrió decir. No podía creerlo. ¿Cómo era posible que él, después de todo lo que había pasado, estuviera allí, con un ramo de flores en las manos, como si nada hubiera cambiado?

Auriel sonrió, sin decir una palabra al principio. Solo la miró, y esa mirada lo decía todo. No necesitaba explicar su presencia, ni dar razones. El ramo de rosas blancas era su declaración de intenciones, su manera de decirle que no la había olvidado, que, de alguna manera, seguía pensando en ella. Sereth, por un momento, olvidó todo lo que había planeado, todo lo que había decidido dejar atrás. Solo se quedó ahí, observándolo, sintiendo una oleada de emociones que no podía controlar.

«¿Por qué rosas blancas?» le preguntó, suavemente, sin apartar la vista de él. La pregunta estaba cargada de todo lo que sentía en ese momento: un deseo de entender, de recuperar lo que había quedado roto, de saber si lo que había entre ellos realmente significaba algo, o si solo era una ilusión.

«Porque representan lo que nunca te dije,» respondió él, con una sinceridad que la sorprendió. «La pureza de lo que siento por ti, sin importar el tiempo o las circunstancias.»

Y en ese instante, entre las flores, las luces frías del supermercado, y la rutina diaria que seguía a su alrededor, Sereth entendió algo que no había sabido hasta ese momento: el amor no siempre se muestra en los lugares o de las maneras que uno espera. A veces, llega en forma de un ramo de rosas blancas en medio de un día común, desafiando todas las barreras y mostrándole que, de alguna manera, siempre hay algo más grande que el tiempo y las decisiones que nos separan.

Etiquetas: romance

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