Adrián llega al descampado una tarde de esas feas de invierno. Ni un niño, solo bolsas de plástico arrastradas por un viento puñetero. Hasta que se haga de noche, le ha dicho mamá, así que contempla con urgencia los descascarillados juegos de hierro, extraños animales multicolores con las patas clavadas en la tierra áspera, y se dirige con una sonrisa hacia su preferido. Adrián agarra las cadenas y sube dando un salto al asiento, que pende tembloroso. El frío metálico le traspasa el pantalón. Comienza a moverse torpemente, la lengua entre los dientes. Adelante y atrás. Como le enseñó papá la semana anterior. Adelante y atrás. El movimiento ridículo de caderas empieza a tener sentido. Adelante y atrás. Concentración, milagro cinético, alegría cuando la velocidad se hace evidente. Lo difícil es arrancar, dijo papá. Y Adrián ya ha arrancado, se columpia. Adelante y atrás.
Acelera, y el viento ya no es cruel. Sale el sol, y el parque se llena de niños, y Adrián se muere de felicidad sintiendo la primavera contra su cara.
Adelante. Atrás.
Adrián se da más impulso, haciendo rechinar las cadenas, con rabia, cuando su mejor amigo se une a las burlas del resto de la clase. Y le entran ganas de saltar en la siguiente oscilación hacia delante. Para buscarle. Para hacerle daño. Pero lo deja ir, el vaivén le puede; es adictivo, hipnótico, y mientras Adrián sigue columpiándose, ve acabarse los veranos de tardes interminables de helado de corte y escondite, de parchís y sandía, de digestiones eternas y baños que nunca llegan.
Y Adrián sigue columpiándose, adelante y atrás, mientras el hierro se transforma en madera de aristas redondeadas, y crecen casas alrededor del descampado. Le cae encima una noche negra en aquel movimiento febril, y Adrián llora, pero también se alegra de que papá le enseñase a columpiarse antes de irse, y el sol sale de nuevo cuando se enamora durante una oscilación más larga, pura ingravidez, y mientras se suceden las estaciones y los astros, un día Adrián ve que hay un niño parado. Le mira desde allí abajo, espera su turno. Adrián deja frenarse al columpio y, cuando se detiene, no le hace falta saltar, simplemente se pone de pie. Sostiene las cadenas para ayudar a su hijo a subirse al neumático. Le da el primer empujón, y le dice: mira, así tienes que hacerlo. Lo difícil es arrancar.
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