La fuga de los caballos

La fuga de los caballos

Guillermo Neyra

12/02/2025

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Una vez, cuando tenía como diez años, compró un caballo por veinte pesos y lo mantenía dentro de los terrenos del parque cerca del puerto. El potro era espigado, con fuertes músculos en las patas y una crin oscura. Él lo montaba a puro lomo y retumbaba el galope sobre la grama.

Por entonces se alzaban muchos pinos y arboledas y había patos en el lago del parque. Cerca de allí se emplazaba la fábrica donde trabajaba su padre y él recordaba las límpidas ventanas y la gran chimenea. Otros muchachos también criaban sus caballos en el sitio. Nadie interfería, era como algo natural que los chiquillos tuviesen un caballo suelto por allí y fuesen a montarlo de vez en cuando.

Entonces era como si el sol, la lluvia y el viento estuviesen a su favor. Le parecía que siempre le sobraba el tiempo.

Pero luego, después, cuando su padre enfermó y perdió el trabajo, él tuvo que hacerse cargo de muchas cosas y ayudar más en el hogar. Estudiaba menos. Agarraba la bicicleta para ir lejos a buscar leche, o trabajaba unas horas en el mercado. Cuando podía, iba a montar su caballo.

Una mañana llegó al parque y encontró a un grupo de muchachos alrededor de un hierbazal. Había sangre seca en el suelo, tripas y la cabeza de un caballo. No era su potro, pero ¿quién habría tenido el coraje para hacer aquello? Fue así como empezaron a extraviarse los caballos. Se dice que muchos simplemente escaparon. Un día tampoco encontró el suyo.

Eso pasó antes de que la gran chimenea dejase de humear. Ahora el viento le soplaba las canas y a veces deambulaba por la bahía y fumaba su pipa. Se alegraba de ver aún algunas gaviotas sobrevolar el antiguo espigón. Oía el bruñir del mar en las rocas. Y se acordaba de cuando era posible tener un caballo suelto en ese parque cerca del puerto.

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