Román vivía en una remota campiña adonde no llegaba la televisión, por eso disponía de mucho tiempo para jugar con los carritos de madera que le hacía su abuelo y algunos que él mismo fabricaba. Era feliz en su ambiente, no necesitaba más. Vestía la ropa que le confeccionaba su madre y se deleitaba con los dulces que ella preparaba.
Hasta que un día, el mundo de Román cambió con la llegada de Mark y su mamá Ernestina.
La mujer y el niño venían de los Estados Unidos con varias maletas, en unas de ellas traían los novedosos juguetes de Mark y apetitosos dulces. Por dos días, cuando Román queriendo jugar se le acercaba, Mark se burlaba de sus juguetes y hasta de la ropa que vestía. Mark, nada de lo suyo compartía con Román.
Al tercer día, prepararon comida para un «picnic» y todos salieron de paseo al río, menos Román, que se quedó con la excusa de acompañar al abuelo. Román tenía su plan. Entró a la habitación de los visitantes y encontró las maletas de Mark; abrió una y vio el traje de marinero que Mark había traído. Se lo probó y dejó puesto. La otra maleta tenía juguetes y dulces. Mientras se divertía con los juguetes y comía los dulces, sintió un fuerte dolor de barriga. Corrió hacia la letrina del patio, pero no alcanzó a llegar. Se quitó el traje blanco, lo llevó a la habitación y volvió al patio.
Mark y su mamá llegaron del paseo y entraron a la habitación. Ernestina empezó a gritar, echando maldiciones, y Mark soltó el llanto al ver sus juguetes en el piso y su traje favorito con una gran mancha marrón. Y decía una y otra vez «Mom, Román pooped on my pants».
En el patio azotaban a Román, por cada lamento que salía de la habitación
Al día siguiente, Mark y Ernestina se fueron, aún furiosos y dejando el traje sucio.
Román comenzó a cuestionar su pobreza. Ya no le daba alegría jugar con esos carros tan ordinarios. Ya no quería ese dulce de guayaba que tanto le gustaba antes. Ahora odiaba la ropa que su madre le confeccionaba. Pensaba que por recibir el castigo, ya se merecía el traje de marinero.
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