Terminaba el verano. Lo sabía, y no por el frío, que según su madre llegaba con septiembre. Entonces ella le hacía ponerse el pantalón largo. Además, las carreras en bicicleta, los partidos de fútbol en la explanada, todo precisaba tanta energía que no se podía sentir frío. Los veranos eran largos en el pueblo. Su padre les dejaba con su madre en casa de los abuelos a finales de junio mientras él trabajaba en Orense, que se llamaba quedarse de rodríguez, y subía el viernes a última hora, para el lunes temprano volver a la capital. En el pueblo, apenas un centenar de casas, una amalgama variable de argamasa, ladrillo o piedra, más una cosa que la otra según lo rico o pobre que, según el abuelo, fuera el vecino, había muchas cosas que hacer. Bañarse en las pozas, robar manzanas o ayudar al abuelo a recoger calabacines y judías. Y la trilla. A lomos de los trillos, arrastrados por bueyes en ese carrusel parsimonioso, se imaginaban conductores de diligencias, incluso de cuadrigas romanas. Aunque este verano estaba siendo diferente, tenía sensaciones extrañas. Por Rosa. Rosa vivía en el extranjero desde que sus padres emigraron. Regresaban al pueblo en vacaciones, pero nunca había reparado en ella. ¿Cómo hacerlo si trepaba mal y no jugaba al fútbol? Pero este año le parecía distinta. Había estado hablando con ella una mañana, mientras daban vueltas en la trilla. Le contó cómo se vivía en Suiza, y le había parecido divertido, no lo de los suizos, sino hablar con ella. También que tuviera que agarrar su mano en un bamboleo de la trilla. Cuando ella le propuso ir a recoger moras, otro día, no lo dudó. Tuvo que decirlo en casa y convencer a su madre, y abuela, de que su hermano pequeño no podía acompañarlos: no lo iba a pasar bien porque ellos acabarían hablando de los suizos. Fue más fácil de lo que pensaba, su madre y su abuela estaban de acuerdo, y sonrieron. Le quedaba otra petición: el pantalón largo. Rosa le había contado que todos los suizos lo llevaban, incluso en verano, y aunque él sabía que tenía que esperar a que su madre, por ese frío que iba a llegar, lo sacara del armario, le pidió que se lo adelantara. Esta vez no escuchó – “y cuídalo, no quiero ponerle rodilleras” -. Incluso le dio el pantalón nuevo. En verdad, este era un verano diferente.
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