¿Conoces, niña, la maldición árabe, “deseo que te enamores”? Nadie inocula el veneno del amor, muchacha, la propia víctima lo segrega, para mal de sí misma. Una escritura ingenua y cruel, eso es el amor.

Cursaba yo, calculo, los quince años. Qué otro asunto podría interesarme, habrá pensado la adivina. Después de decirme esas palabras, una y otra vez intentó predecirme el futuro.

Así como rechaza el tacto la piel de una serpiente, soltó la bruja, de un latigazo, la palma de mi mano. Yo me reía, ella no. Sus grandes ojos negros me quemaron.

Nada leo en ti. Más que opaca o traslúcida, eres algo vacío. No temas, la maldición del amor no te alcanzará. Tampoco la del odio. (Lo dijo sin alegría, sin tristeza, lo dijo con espanto) Pero habrás de temer algo más terrible que eso: nada te conmoverá, ni la hoja que tiembla al deslizarse una gota de rocío, ni el insecto que porfía en arrastrar un peso cien veces superior al de su cuerpo, ni el niño solitario que, en la tarde de verano, y nada más que por hastío, aplasta con una piedra enorme a un gorrión caído.

¿Te has preguntado alguna vez si existe una flor negra? ¿Qué naturaleza te engendró? Eres, para mí, más que un fantasma, que un detrito. Eres peor que el asesino. Qué serás, sin la ilusión de una palabra, de una música, si no te da pavor la muerte. Algo absurdo, incomprensible, lo que se lee en el reverso de una hoja al escribir con tinta espesa. Eres un ser desconocido.

Me devolvió con asco las monedas y se fue. Me quedé sola.

Hoy, después de nueve siglos, yo, Azrun, la misma, sola, arrojándole miguitas, sin cariño y sin rencor, a las palomas, yo, la inmortal, pienso en la bruja. Lo pienso nada más, las palabras no me rozan. Paso entre la gente y es pasar el movimiento (el único tal vez) en donde habito.

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