El niño corría por el jardín entre canteros de agapantos, hortensias y margaritas arrugadas. Llevaba en su mano, bien alto, una espada de plástico mientras sus piernas volaban sobre los matorrales, tan aladas y livianas. Todo su cuerpo destellaba con infinita fantasía. Por momentos se escondía detrás de las frondosas plantas, o corría alrededor de los bananos que entregaban con generosidad su sombra al verano. También trepaba con mucha agilidad al viejo mandarino, perdiéndose entre sus ramas, sus hojas y el perfume de sus frutas ya maduras. De pronto, saltó de una rama y corrió a toda velocidad hacia el galponcito del fondo, un pequeño tinglado revestido de chapa y madera, sin ventana. Abrió la puerta desvencijada de una patada y se abalanzó hacia la oscuridad. Allí enfrentó con inquebrantable valentía monstruos, villanos y ejércitos malvados que esperaban con ansia matarlo; también liberó a su princesa y a sus amigos, injustamente encarcelados, quienes lo ayudaron con devota valentía a derrotar sombras, fantasmas y miedos encumbrados. El héroe se paró en el portal del galpón, todavía empuñando la espada justiciera, encandilado por el brillo de la tarde. Como tenía mucha sed, después de tamaña aventura, corrió hacia la cocina en busca de un vaso de agua. Al entrar, se detuvo asombrado al ver a su padre con el overol gastado sentado a la mesa, y a su madre al lado. Corrió a su encuentro gritando “Papá, ¡volviste!”, nunca vio a su padre tan temprano, ni vestido de trabajo dentro de la casa. Lo besó y lo abrazó, pero el padre no reaccionaba. La madre le dijo entre sollozos “Niño, cerró la fábrica” ocultando con vergüenza su rostro entre las manos. Su padre quebró el eterno silencio balbuceando “Perdí mi trabajo”, con la mirada puesta en la nada. A veces las palabras hieren como el filo de una espada. De repente ingresaron tres niñas bailando, primero la beba, que sonriente correteaba con su pañal a punto de explotar, detrás las dos mellizas con idénticas trenzas y en malla, bailando al compás de una murga imaginaria. El niño salió al jardín, caminó hasta el cantero de agapantos y arrojó la espada entre las plantas. De pronto, sintió que sus mejillas estaban mojadas, una lágrima llegó a su boca, era salada y amarga. Por primera vez, sintió que el alma le dolía, porque lloraba y no le importaba.
OPINIONES Y COMENTARIOS