La niña jugaba en el parque. Vio, a lo lejos, a un hombre y una mujer que se acercaban. Se bajó del columpio. Corrió hacia ellos con los brazos abiertos. Cuando casi podía rozarlos, la mujer miró hacia otro lado.
—Niña, quita de en medio —dijo el hombre.
La niña los miró alejarse, como quien mira el agua alejarse de la orilla hasta demasiado adentro. Tras ese momento de asombro, una ola inmensa revolcó a la niña, que se levantó empapada, con el pelo lleno de algas, conchas y arena.
—Ay, hija, cómo llegas, ¿qué ha pasado?
—Me encontré con la tía Eme y el tío Efe.
—Ah…
—Corrí a darles un abrazo y ellos…
—Anda, ve a ducharte y yo te seco el pelo y te peino.
La niña se dio una ducha, sin parar de llorar. Llamó a su madre, llorando. La mujer entró en el cuarto de baño.
—Hija, no llores más.
Vistió a la niña, la sentó sobre un taburete, le dio un beso, encendió el secador y empezó a secarle el pelo.
—Hemos tenido problemas familiares. Tú no tienes nada que ver con lo que acaba de pasarte. ¿Lo entiendes?
—No.
—El mundo de los mayores es complicado…
—Sí, mamá. Pero… ¿ya no me quieren?
—No lo sé, hija. No lo sé.
La niña contenía las lágrimas, se le acumulaban en los bulbos pilosos. La mujer veía cómo la sal se tatuaba en el pelo de la niña. Los mechones blancos cada vez eran más. Apagó el secador.
—Hija, te estás deshidratando. Llora.
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