En el rincón más oscuro del universo, un anciano errante, macilento y de mirada profunda, sostenía un cristal que parecía encerrar galaxias enteras. Lo llamaban “el Guardián del Filo”, último de su especie, condenado a vagar entre dimensiones para proteger la frágil armonía cósmica. Un día, una sombra surgió de la nada, reclamando el cristal. «Ríndete», exigió, su voz como un eco roto. El anciano sonríe débilmente. «Este poder no es para destruir».
En un destello cegador, el Guardián sacrifica su existencia, sellando la amenaza para siempre. El universo respira aliviado, y el anciano, en su sacrificio, deja atrás de él, equilibrio eterno y esperanza.
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