Dedicatoria: A ella, donde quiera que esté, aun amando, o dejándose amar.
Un día recordé que estaba acostado boca arriba, sobre algo tendido en el piso. A mi lado, una niña pelirroja de grandes ojos verdes (supongo jugando a la mamá), manoseaba mis diminutos testículos, y yo sentía una sensación apurada, una cosquilla; me ponía rígido, miraba a la nada. Sin duda la primera caricia recibida de manos de una niña de siete años (cálculos posteriores), que vivía al otro lado del tabique de tablas que dividía nuestras viviendas de entonces.
Después la imagen se alejó, se borró. Regresó una tarde, no cualquiera, cuando en una imprudente persecución tras la pelota de basketball, una joven pelirroja montada en una bicicleta prefirió dejarse caer bruscamente para no atropellarme. La bicicleta en el suelo, el manubrio torcido, la llanta delantera todavía girando. Ella también en el suelo, lastimada: una rodilla le sangraba, los espejuelos volaron. Corrí por ellos mientras se incorporaba. Cuando los entregué, se los puso; sacudió la cabeza y me miró a través de aquellos cristales de fondos de botella que agrandaron sus ojos verdes, húmedos, dulcemente enojados. Una revelación. Mi mente reprodujo en infinitésimas de segundo la imagen de la niña sentada a mi lado manoseándome los testículos. Me puse rígido. Después no volví a verla. No supe qué paso con ella. No recuerdo su nombre, lo que no he dejado de recordar es aquella primera caricia impoluta de niña adelantada, sus ojos verdes, húmedos, dulces, la transparencia de su blusa inmaculada, sus ajustados pescadores; el encuentro explosivo con mis trece años: las muchas noches que la soñé, enamorado, en la intimidad de nuestros cuerpos desnudos sobre las sábanas blancas, para despertar mirando a la nada, rígido, y retroceder a la infancia, a la juventud de un amor no madurado.
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