De repente, todo mi mundo se volvió patas arriba. No entendía por qué, ni qué sucedía. En ese momento, dejé de ser niña y me adentré en los horrores del mundanal ruido, con todos sus horrores, repito.
Largas filas junto a mi madre para conseguir alimentos que repartía la Alianza para el Progreso, los soldados con cara de pocos amigos, las armas rastrilladas, listos para cualquier eventualidad, me ponía los nervios de punta y agarraba con fuerza la mano de mi mami.
Leche, arroz, habichuelas con gorgojos, eso daban. De vez en cuando queso, rancio por supuesto. Era una aventura, en esas largas filas, la gente se conocía, hablaba, compartía… Hasta ese día.
En ese instante, horrible, suenan los disparos, todo el mundo al suelo, gritos, gemidos, y vuelve la calma. Ese día desperté a la realidad de la vida, con apenas ¡8 años! Nada volvió a ser igual.
Estábamos en la segunda invasión de la gran potencia del Norte a este pedazo de isla, dizque para retornar la democracia y eliminar el comunismo, ese fue el momento del despertar, de ver la vida como era. Llena de angustias y profundidades. Nada volvió a ser igual, jamás. Abrir los ojos a esa realidad que se vivía me llevó por los caminos que he seguido a lo largo de mi vida.
La inocencia, como un suspiro, se fue junto a los disparos, y hoy, recuerdo todo como aquel día, esos recuerdos me persiguen, cierro los ojos y veo todo con claridad.
Ese fue el final de mi niñez y el inicio a la realidad.
Un cristal hecho añicos, eso fue. Y ha tardado más de la cuenta en sacar de la piel esos jirones de recuerdos, que surgen de repente en momentos tanto tristes como de felicidad. Y que me ha enseñado a aquilatar la existencia por el simple hecho de estar viva.
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