Aquella noche durmió nerviosa, esperando que amaneciera para ponerse su traje de princesa con el que haría la primera comunión.
La preparación había sido larga, tres años, pero agradable. Es cierto que sus padres discutieron muchísimo con otros padres por el horario para poder compaginarla con las actividades extraescolares, pero ella sólo se había ocupado de hacer amigos y de conocer a Jesús. Y lo había conseguido, bueno, al menos lo primero.
Sus catequistas siempre insistían en que conocer a Jesús era lo más importante, pero no sabía si sus padres pensaban lo mismo. Los había visto tan preocupados por el lugar para celebrarlo, por las invitaciones y por la ropa de fiesta que llegó a pensar que la catequesis les vendría mejor a ellos.
Conocer a Jesús. A sus nueve años seguramente era más fácil, casi un juego, eso sí, lleno de responsabilidades que todavía no podía entender muy bien.
El padre Olegario fue muy cariñoso, como siempre, y les sonreía constantemente. Estamos en una fiesta, les dijo, y por eso todos nos hemos puesto las mejores galas, pero sólo es el principio, la primera de todas las comuniones que podréis celebrar en vuestra vida.
Le pareció muy bonito. No tendría que quitarse el traje de comunión nunca jamás. Y se lo dijo a su abuela muy contenta.
La abuela sonrió y miró su propio vestido. Creo que al padre Olegario se le olvidó deciros que al crecer el traje deja de servirnos y que hay que ir renovándolo cada cierto tiempo.
Se imaginó a la abuela ahora, gordita y un poco arrugada, vestida con el traje de su comunión que había visto en una foto en blanco y negro que guardaba en su casa y se echó a reír. Cuánta razón tenía. Tendría que crecer, dejar el traje guardado en sus fotos y esperar que Jesús creciera con ella.
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