La llave de las cosas que ya no existen

La llave de las cosas que ya no existen

René Moya

21/01/2025

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En el fondo del viejo armario de la abuela, Alejandro encontró una caja de madera. La tapa crujió al abrirse, como si guardara un secreto apretado durante años. Dentro, un puñado de llaves de distintos tamaños y formas descansaba sobre un lecho de terciopelo rojo.

—¿Qué es esto, abuela? —preguntó, levantando una pequeña llave dorada que brillaba como un tesoro.

La abuela, que tejía junto a la ventana, levantó la vista y sonrió con nostalgia.
—Son las llaves de cosas que ya no existen, hijo.

Alejandro quedó perplejo. Esa misma noche, mientras la casa dormía, tomó la llave dorada y decidió explorar. Algo le decía que debía usarla.

Al salir al jardín, la luna lo guiaba como un farol en la penumbra. Llegó al viejo cobertizo, cuyo candado llevaba años oxidado. Sin dudar, probó la llave. Giró con un suave clic y la puerta se abrió.

Dentro, un olor a tierra húmeda y madera añeja llenó sus sentidos. En el centro del suelo había una trampilla. La levantó, y, al hacerlo, un resplandor blanco lo envolvió. De repente, estaba en el parque donde solía jugar con Mateo, su mejor amigo.

Mateo estaba allí, de pie, con una cometa en las manos y la risa fácil que Alejandro recordaba bien. Todo parecía como antes: el aire fresco, el sol cálido. Alejandro corrió hacia él, pero algo extraño sucedió. Cada paso que daba se hacía más pesado. El suelo parecía hundirse bajo sus pies, y Mateo, aunque sonreía, comenzaba a desvanecerse.

—¡Mateo, espera! —gritó Alejandro, extendiendo la mano.

Pero el amigo no respondió. En cambio, su figura se deshizo en una ráfaga de viento, y con él desaparecieron el parque, la cometa, y el sol.

Alejandro despertó sobresaltado, todavía en el cobertizo. En su mano solo quedaba la llave, fría como el amanecer. La apretó con fuerza y, al salir, algo dentro de él había cambiado.

Al llegar a casa, encontró a la abuela esperándolo junto a la puerta.
—¿Lo entendiste? —preguntó ella, con suavidad.

Alejandro asintió. Esa llave no abría puertas, sino recuerdos. Y esos recuerdos, aunque hermosos, solo podían existir en el pasado. Al día siguiente, donó la vieja cometa de Mateo, guardada en su habitación desde hacía años, a un niño que jugaba solo en la plaza.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Alejandro durmió tranquilo, sintiendo que había crecido, aunque no entendiera del todo cómo.

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