Le ví absorto mirando algo que había en la hierba. Disimulando me aproximé con sigilo e hice como si me interesara una potente estatua de un ser desnudo y deforme que portaba una sardina en una mano y tenía la otra abierta como pidiendo explicaciones al Altísimo. Sus pies, desmesurados, arraigaban un cuerpo jorobado al frío pedestal cúbico que le servía de soporte. Sin embargo, su mirada parecía querer expresar un deseo de alejarse en el espacio, de proyectarse al Infinito…
De reojo observé al hombre. Musitaba unas palabras, quizá oraciones.
Y le abordé sin rodeos:
– ¡Magnífico día de invierno!
– Es de primavera.
– Pero estamos en enero…
– Uno nunca sabe con qué estación amanecerá. Para mí hoy es un día de primavera florido y con mariposas. ¿No las ve?
En efecto. Me percaté de la existencia de dos pequeños insectos que hacían signos, probablemente cabalísticos, con sus alitas junto al hombre.
– Perdone mi atrevimiento. ¿No le parece un tanto infantil el hablar con tan minúsculos seres?
– Sí. Lo es. Pero ha de saber que yo todos los días soy niño cuando despierto, joven cuando camino hacia el mediodía, adulto tras haber comido y tomado de postre una manzana, maduro al atardecer y empiezo a envejecer cuando el crepúsculo se expande sobre el horizonte. Luego no sé si muero o duermo. Lo descubro al día siguiente…
Y marchó lentamente a sus asuntos mientras yo me quedaba un tanto sorprendido preguntándome en qué estación del año estaba realmente y qué época de mi vida transcurría sin que me estuviera dando cuenta.
Vinieron a mi mente aquellas sabias palabras: «El que no se haga como un niño no entrará en el Reino de los Cielos»
Volví mi vista a la estatua que parecía sonreir a un par de mariposas que revoloteaban frente a su cara…
OPINIONES Y COMENTARIOS