Recuerdo con exactitud el día en que perdí la inocencia, fue el 14 de abril de 1974. Fecha fijada para mi primera comunión.
Lo quería mucho a mi abuelo, que era mujeriego, jugador, bebedor, holgazán y algunas otras virtudes, todas ellas castigadas con el fuego de las profundidades, según yo venía enterándome en los últimos meses. En mi pueril inocencia le suplicaba que cambiase su vida y se hiciese merecedor del Paraíso. Él se reía, pero finalmente me prometió que en cuanto yo tomara la comunión él comenzaría a comportarse como es debido y hasta se confesaría. Le creí, y se lo comuniqué a Dios en mis rezos, pidiéndole de antemano que lo fuera perdonando (aunque el fraile del catecismo me decía que el perdón solo valía si lo pedía él mismo).
La víspera de la fecha tan esperada yo ya tenía el traje de marinero y el alma más limpia que la de un bebé, me había cuidado hasta de molestar a una mosca por temor a que fuese pecado. Estaba totalmente preparado para ingresar a la inmensa cofradía cristiana, en especial la de mi pequeño pueblo, en el que una veintena de chavales estábamos en el mismo plan.
Pero esa noche ocurrió lo que no debía ocurrir: mi abuelo fue atropellado por un autobús que lo mató en el acto. Mi comunión se suspendió y el alma de mi abuelo, por supuesto, se fue al mismísimo infierno.
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