El día que me volví vieja nos visitaba un primo de mi madre. Era un hombre grandote, con manos de campesino, que elogiaba la comida de mi madre y la devoraba con enorme gusto. Estábamos comiendo en la salita, un comedor angosto donde apenas cabíamos todos alrededor de la mesa-camilla. En el pequeño televisor del mueble de la esquina un hombre enchaquetado hablaba en un castellano muy correcto de los sucesos del día, pero parecía que yo era la única que le escuchaba, los demás estaban en medio de una animada charla. Era sábado porque comíamos arroz con pollo. Yo había retirado a un lado de mi plato los restos del sofrito que no me gustaban y mi padre me había obligado a comerlos. Cuando terminé mi comida pedí permiso para ir a mi dormitorio a jugar. Cogí mi muñeca Nancy rubia y la empecé a cambiar de ropita. Se oían voces y risas. Estaba jugando a peinar a la muñeca cuando vi de refilón cómo el primo de mi madre salía de la salita para ir al baño. Cuando se abrió la puerta del baño apenas unos minutos después, el primo, en lugar de volver a la salita, irrumpió en mi habitación. – Espera – me dijo susurrando. Levantó mi falda, metió su mano bajo la braguita y me tocó ahí mismo. Yo quería gritar para que no continuara, pero no fui capaz de articular ningún sonido. No me gustó lo que hacía, sabía que estaba mal. Alguien le llamó desde la salita: -¡Antonio! ¿Dónde estás? -. Él miró hacia la puerta y vociferó: – ¡Ya voy! -. Me dijo en voz baja: – No digas nada ¿eh? -. Con el dedo índice cubrió sus labios. Y de puro susto no dije nada, nunca. Me sentí humillada, vejada. Nada así me había pasado antes, ni tampoco se repitió después. Cuando el primo volvió a casa otras veces ya me preocupé de no estar nunca a solas con él. Sin embargo, nunca recuperé mi infancia ya que ese mismo día se me quitaron las ganas de vida. Me volví vieja en un instante.
FIN
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