Bajaban en reguero escaleras abajo, corriendo sin tino para situarse en los primeros puestos. Al pasar por el registro de entrada sus patas de alambre frenaban en seco para alinearse, disciplinadas, una detrás de otra en la escalera mecánica que las llevaba al fondo de la tierra. Las puertas del vagón engullían sin descanso miles y miles de insectos que se amontonaban sin contemplación. Cuando no quedaba ningún resquicio libre, el tren iniciaba su marcha subterránea para distribuir su carga por los hormigueros de toda la ciudad. Durante el trayecto las obreras recolocaban su negro uniforme, mientras sus ojos se mantenían fijos en la pantalla revisando las tareas programadas para el día.
Lila quedó arrinconada y ante el riesgo de asfixia decidió escalar la pared del vagón. Sus ojos como puntas de alfiler navegaron sobre el mar de cabezas. Todas eran iguales, la suya también. Las compañeras, de mandíbula fuerte, capaces de arrastrar hasta cincuenta veces su peso y de mente vacía, se replicaban hasta el infinito. Por un momento Lila se sintió superior. Soy capaz de pensar, se dijo satisfecha. En su recorrido tropezó con una mirada huidiza que desapareció tras la cortina de unos toscos párpados. No era del grupo, saltaba a la vista. Era una cabeza enorme soldada a un cuerpo extraño. Un insecto, sí, también con alas y patas como ellas, pero deforme. Quizás un escarabajo o una cucaracha, o ambos mezclados. Como buena obrera, Lila empezó a relamerse. Caído de espaldas, tal como estaba, podría arrastrarlo sola. Sería un alimento muy apreciado y nutritivo para la reina y sus crías. La felicitarían, seguro, tal vez después llegara un ascenso y podría liberarse de transportar día tras día comida para la plebe.
Lila avanzó sobre la pared observándolo. Los ojos temerosos del intruso se posaron en ella. Era feo con ganas. Antes de atacarlo debería saber su nombre y porqué estaba allí. No era la norma, solo curiosidad. Quizás se había equivocado de vagón o fue arrastrado por la multitud. Lila quiso parecer amable. Le preguntó su nombre y si necesitaba ayuda. Despanzurrada y pisoteada, la futura víctima le respondió desde el más absoluto desamparo. Me llamo Gregorio. Lila pensó que le sonaba ese nombre pero no recordaba de qué. No creo que vayas a ayudarme, nadie lo hace, añadió. Todos me rechazan y mi familia me ha echado de casa. El caparazón de brillo metálico exudaba desolación. Un reguero de tristeza dejaba huella en el suelo. Lila sintió rebullir sus papilas gustativas, pero supo controlarse. Habían llegado a su destino. Cargó con la presa explicándole que allí sí lo querían. Que lo iba a llevar a un sitio donde acabarían sus sufrimientos.
Las obreras abandonaban deprisa el vagón dispuestas a cumplir al cien por cien los objetivos de su jornada laboral. Lila decidió no dar detalles sobre su valiosa mercancía a las hormigas soldado que cuidaban los aposentos reales. Cuando lo devorara, la Reina sabría apreciar el valor de un bocado diferente.
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