El aroma a magdalenas recién hechas le arrugó la nariz. Nico se deshizo a toda prisa de su mochila y corrió tan veloz como le permitieron sus diminutos pies. Como cada tarde después del colegio, su abuela lo estaría esperando. Era, según le había oído decir cientos de veces, la luz que alegraba sus quejumbrosos días.
―¡Abuelitaaa! ―gritó con el júbilo de un niño de cuatro años ávido por hincarle el diente a esa explosión de energía convertida en el mejor secreto del mundo.
Un silencio frío e inmisericorde lo recibió.
―¿Abuelita? ―preguntó sin entender.
Fue el dulce abrazo de su madre el que le rodeó mientras sus ojos se posaban en la mecedora inmóvil, vacía, con una madeja de lana, dos agujas y un toquilla a medio tejer.
―La abuelita se ha ido, Nico―le dijo su madre manteniendo la compostura.
―¿Adónde?
Nico exploró cada rincón de la casa. Cabizbajo, regresó al salón. Los ojos acuosos de su madre le hacían saber que algo malo había sucedido. Desde la cocina, percibió su olor favorito. Sin pensarlo, y con la esperanza de encontrarla, se dirigió hacia allí. Bajo el paño de tela bordado en punto de cruz le esperaba su bandeja de magdalenas con pepitas de chocolate. Cogió una y la mordió antes de que su abuela lo reprendiera por no haber esperado a que le calentara el vaso de leche donde migarlas. Se comió una tras otra saboreando su textura esponjosa y el dulce toque de vainilla. Su madre, haciendo de tripas corazón, lo dejó terminar.
El pequeño, con el dorso de la mano, se limpió los restos de chocolate de la comisura de los labios.
―Sabía que no se había olvidado de mí, mamá.
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