LA NIÑA Y EL HELADERO

LA NIÑA Y EL HELADERO

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En mi trasegar diario de casa al trabajo vivo incansablemente con el tiempo a cuestas, sabiendo que el tiempo es un recurso invaluable en mi trabajo. Este trabajo me lleva de un lado a otro, viendo, escuchando, y saboreando cientos de relatos, no escritos, sino vividos de forma intrínseca.

Salí con afán y apresurado, pues el tiempo estaba en mi contra. Me quedaban solo unos cuantos minutos para recorrer al menos siete kilómetros. Las luces rojas de los semáforos ralentizaban mi marcha e impedían mi llegada a tiempo. El bullicio de una ciudad como Santiago de Cali hace que tus sentidos se mantengan alerta: al escuchar bocinas, chirridos, diálogos y ruidos naturales.

Mi marcha continúa, viendo las cientos de historias que me devela la calle.

Al llegar a una intersección, haciendo caso a la parada por una luz roja, escucho el sonido de un carro de helados. Con su sonido característico que invita a saborear un rico y delicioso helado cuando el sol abrazador calienta las calles, llevándote a imaginar ese delicioso sabor. Me quedo imaginando por unos segundos mientras la luz del semáforo cambia de rojo a amarillo y de amarillo a verde, escuchando cómo ese sonido característico se pierde entre el bullicio. Al llegar a la siguiente parada, visualizo al heladero estacionado, vendiendo un gran helado de tres bolas de colores vistosos con una rica y deliciosa mermelada encima.

Al alzar mi mirada hacia la otra calle, veo a una niña de aproximadamente 5 años, de ojos saltones y cabello rizado, con un gran bolso a cuestas como si viniera del colegio. Ella, al observar al heladero, se abalanza sobre el carrito de helado. Sus ojos, llenos de esperanza y alegría, seguramente imaginaban ese rico postre en su paladar. Alza sus pequeños brazos, pidiéndoles al heladero y a su padre, que la acompañaba, que le comprase un helado. Pero… la reacción del padre me dejó estupefacto. Este la jaló del brazo, llevándola hacia un costado de la calle. Un pequeño grito se escuchó, y el padre, enojado, le dijo: “Sin berrinches”.

A lo que la niña respondió con un grito a un más agudo, como si sus esperanzas dependieran de ello. El padre, al ver la reacción de la niña, le dio un pequeño golpe en la espalda, diciéndole: “No traigo dinero para comprar helados”. La niña continuó su llanto, olvidándose totalmente del helado. Como si lo hubiera olvidado instantáneamente, ya no lo quería. Ahora alzaba sus brazos, pidiéndole al padre que la alzara y consolara, una y otra vez. “¡Papi, papi!”, decía.

El heladero, al observar tal acción, simplemente tomó su carro y emprendió su camino nuevamente. El semáforo cambió, y yo continué mi marcha. El padre cruzó la calle con la niña en brazos. Y pensé: ¿cuántas historias puede vivir un heladero a diario? ¿Cuántas pequeñas historias podríamos documentar?, cuando estas pasan por nuestros sentidos y simplemente las dejamos ir como si fueran acciones efímeras “Historias que el viento se llevó”.

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