Hubo una vez un banco de peces azules que vivían navegando en el vestido de una niña de apenas nueve años que se tenía que empinar para poder a ver los tesoros que su abuela colocaba siempre en el centro de la mesa camilla que presidía su salita de costura.
La tela era de color amarillo y, como es natural, los peces pensaban que tal era el color del agua, cuya textura, también según su percepción, era suave y sedosa, y que unas veces se movía rápidamente mientras que otras, habitualmente por la noche, permanecía quieta y sosegada.
Como todo el mundo sabe, los peces de un banco danzan todos a la vez siguiendo una melodía que el agua canta y que sólo ellos saben interpretar. En su mar de tela, la música sólo sonaba por la noche y por eso la niña no podía disfrutar de su armoniosa interpretación, si bien algunas mañanas en las que vencía al sueño advertía, o parecía advertir, que los peces no estaban exactamente en el mismo lugar que la noche anterior.
El día que su abuela recibió como regalo una pequeña pecera de cristal con un único pez de múltiples colores la niña no llevaba su vestido amarillo, pues se le había manchado de chocolate en la merienda del día anterior y lo habían tenido que llevar al tinte. Al parecer, la etiqueta indicaba limpieza en seco, lo cual, si los peces hubieran sabido leer, que no era el caso, les habría resultado muy extraño, pues nada sería más natural que el mar se pudiera limpiar con algo húmedo. De lo que los peces azules tuvieron que hacer para resistir el lavado en seco poco conocemos y seguramente daría para otra historia, pero basta saber que salieron airosos y que todos volvieron a casa, salvo uno que casualmente estaba debajo de la mancha de chocolate y que nunca se supo si prefirió quedarse en tan dulce mar.
No hace falta decir que la niña se quedó prendada del pez de colores de su abuela y que le pidió que la dejara jugar con él. La abuela sonriendo le dijo que no era posible jugar con un pez pero que pondría la pecera en la mesa camilla que presidía su salita de costura para que pudiera observarlo siempre que quisiera.
Al día siguiente la niña volvió a ponerse su vestido amarillo y corrió a saludar al pez de colores, que daba vueltas y vueltas en su pecera de cristal. Al acercarse, los peces azules del vestido amarillo que estaban sobre sus hombros vieron con sorpresa que otro pez más grande y solitario daba vueltas en un tejido transparente, que a pesar de no ser amarillo permitía su movimiento. Curiosos e intrigados intentaron ver más de cerca tan extraño fenómeno sin darse cuenta de que dejaban atrás el vestido amarillo y navegaban por el aire guiados por una sorprende melodía que los llevaba hacia arriba, donde otro mar de transparente color esperaba impaciente su llegada.
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