Aparecía en cualquier lugar y a cualquier hora. Lo podías encontrar sentado en un rincón, recorriendo con la mano la encimera de cocina, agachado detrás de un sofá, revisando los armarios de las habitaciones, parado en el balcón, siempre vestido con su traje de tres piezas, su sombrero de hongo y sus zapatos de charol.
A veces lo veías entrar por la ventana con cierto esfuerzo y caer de rodillas sobre el suelo, levantarse sin quejas, sacudirse el polvo y, al percatarse de la presencia de alguien, se quitaba el sobrero y hacía una reverencia histriónica que siempre lograba arrancar una sonrisa. Luego comenzaba su recorrido sin pronunciar palabra.
Todos los conocíamos en nuestra pequeña ciudad. Incluso aquellos que no habían sido visitados, pero lo esperaban, a pesar de que nadie sabía quién era, de dónde venía, dónde vivía, ni por qué se dedicaba a recorrer las casas sin mayor ambición que descubrirlas hasta el último rincón.
Los niños, al principio le temían, pero eran los primeros en percibir en él aquella actitud mansa de las personas que jamás le harán daño a nadie. Era sólo un ser extravagante que quizá sólo intentaba llenar un vacío o satisfacer un placer extraño, pero inofensivo.
Por supuesto, había adultos que no confiaban en él y prohibían el paso a sus moradas. Entonces el hombre observaba por la ventana entre las cortinas. Pero siempre volvía en busca de cualquier pequeña rendija donde pudiera colarse. Cuando lograba su cometido y los dueños lo descubrían, lo echaban con violencia, a la que él nunca respondía.
El tiempo que dedicaba a cada casa variaba según su interés. Algunos decían que le gustaban las casas llenas de cosas o con varias habitaciones, que las escaleras lo enloquecían, que los balcones le divertían, que los sótanos eran una pasión irrefrenable, que los áticos despertaban su curiosidad.
Nadie se ponía de acuerdo, hasta que un día despareció.
Las autoridades comenzaron su búsqueda, hasta que lograron identificar la última casa que había visitado. La de una anciana sorda, casi ciega, que lo había echado con una escoba. Algunos testigos aseguraron que después del suceso, el hombre miraba por las ventanas sudoroso y alterado.
Después de tocar varios minutos a la puerta, las autoridades comprendieron que nadie abriría. Rompieron la cerradura. El olor a mortecina les produjo arcadas. El cadáver de la anciana yacía sobre la cama con rictus de tranquilidad.
Cuando retiraron el cuerpo, el aroma a podredumbre permanecía en el aire.
Fue un agente quien percibió el foco de aquella peste. Cuando alumbraron la boca de la chimenea, vieron los zapatos de charol flotando y, desde arriba, vislumbraron el inconfundible sombrero de hongo. No llevaba ningún tipo de identificación. Nunca se supo quién era ni por qué se comportaba de aquella manera. Lo único que sabíamos es que nuestros espacios, esos tan familiares y cotidianos, ahora estarían más vacíos que nunca.
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