Es media noche. Observo la calle desde el balcón. Siempre ha sido pequeña y desconocida. Por eso es un meadero de perros y apesta en verano. Enciendo un cigarro, el último del día. Entonces los veo. Hay unas personas sentadas en la acera de enfrente. ¿O están en cuclillas? Tal vez una anciana que se ha mareado, o un par de borrachos. Aunque podrían ser tres. A penas les llega la luz naranja de las farolas. Sus formas son irregulares y corruptas. Tal vez se encuentran de rodillas ¿rezando? Me falta discernimiento, saber al menos cuántos son. Sumo brazos y piernas y solo me salen números impares. Además, no se oye nada, como si no quisieran despertar a alguien ¿a quién? Si dos o tres personas se sientan en el suelo y no hablan, deben de tener un buen motivo: problemas con el alcohol, las drogas, su tensión arterial, caída de los niveles de azúcar, algún episodio cardíaco. Empiezo a temerme lo peor: nunca voy a averiguarlo.
A veces veo a gente llorando mientras camina o habla por el móvil y siempre consigo extraer algo. Pero estos no lloran. Son opacos. Impenetrables. Y el tiempo se acaba. Me fijo en la ausencia de móviles. Nadie llama a nadie. Maldigo este silencio: el bufido del 148 al detenerse en la parada, ecos de televisiones vecinas; nada más. A lo mejor están esperando una ambulancia, o a un familiar. En fin. Ya no importa. Parece que se levantan. O debería decir se levanta porque ahora son una sola cosa: un solo ser de brazos caídos. Alcanzo a ver tres piernas, tal vez cinco, y una única mancha oscura flotando sobre ellas. Todo eso avanza por la acera mientras arrastra unos tentáculos, o quizá son plumas enormes. A los pocos metros se detiene y entra en un portal. La luz de la escalera se enciende: es mi oportunidad de ver y comprender. Pero la gran mancha se aclara a medida que entra y recibe el resplandor. No veo ningún rostro, ninguna lógica que me tranquilice. Los tentáculos producen un sonido metálico al escurrirse bajo la puerta. Sea lo que sea lo he perdido para siempre.
Me siento solo y confuso. Un punto de luz me sobrevuela a kilómetros de distancia ¿un avión, un satélite, un ovni? Aplasto el cigarro en el cenicero y entro al comedor. Quiero contárselo todo a mi mujer. Sin embargo ella es Tauro y se ha quedado frita en el sofá con la televisión encendida. Voy a la cocina. Al abrir la nevera descubro una botella de agua mal cerrada. Cada nueve segundos exactos se desprende una gota desde el tapón hasta el plato de pasta que hay en el estante inferior. La luz blanca y la gravedad me calman, no dejan lugar a dudas, como las uvas que no se vendimian a tiempo y se pudren con la lluvia.
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