La frase de Kant, escrita con tiza blanca sobre la pizarra, se extiende, rotunda.
Pero el hombre duda. Se rasca la calva, tironea los faldones de su chaqueta, se pasea de lado a lado del proscenio.
“En realidad, – afirma con tono vacilante – llevo 40 años estudiando a Kant… y no sé, no tengo muy claro… si el filósofo se refería a lo “absoluto” en tanto ente… o si por el contrario, es…”
Su tono se hace cada vez más dubitativo; su voz, cada vez más lejana; su imagen, cada vez más borrosa. Para no terminar roncando como el profesor de filosofía antigua sentado unos asientos adelante, me pongo de pie y salgo de la sala sin saber el final de tan interesante tema.
Y mientras caminaba bajo la tupida lluvia me preguntaba si realmente esa era la idea de filosofía que me había hecho al entrar en la Universidad.
Me imaginé una vida entera tratando de entender lo que quiso o no quiso decir algún carcamal ya muerto hacía cientos de años, mientras en las calles de mi país los niños tienen hambre y los jóvenes vivimos bajo toque de queda.
Esa misma tarde decidí abandonar la carrera.
1976, Chile.
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